domingo, 21 de diciembre de 2008

El Padre Joselito y el Cardenal Cañizares



He estado hace unos días en Nicaragua acompañando a mi amigo Manuel Eugenio en sus tareas de ayuda al desarrollo de gente de allí. Cuando pienso en escribir algo sobre el viaje se me imponen, por más que me resista una y otra vez, dos experiencias distantes, muy distantes incluso, entre sí, pero ensartadas para mí en los extremos de un mismo hilo.
En la ciudad de Granada, en la orilla norte del lago de Nicaragua (el Cocibolca), me acerqué, cómo no, a la catedral, un edificio neoclásico que te salta a la vista en El Parque (la plaza). Era media mañana; la plaza estaba salpicada de puestos de todas clases (perritos calientes, refrescos, chucherías...) y de limpiabotas, con una abundancia que la inexistencia de clientes hacía más llamativa (es lo que malamente recoge la foto que blogger ha decidido publicar en segundo lugar y antes que el texto y no, como yo , ignorante, quería, insertada aquí). Me gusta visitar los templos porque, más allá de su arquitectura y su imaginería, son depósitos siempre actuales y sugerentes de la cultura, la historia y la forma de vida, de la gente. Estaban las puertas abiertas; el espacio, luminoso, se hallaba lleno de bancos prácticamente vacíos y cinco o seis personas bisbiseaban oraciones, o más bien parecía que penas, ante algún altar lateral. A la salida me puse a curiosear los carteles donde se anunciaban cosas de interés para los creyentes. Y me tropecé con el del Padre Joselito.
En el centro mismo del cancel de la Catedral estaba el cartel objeto de la fotografía que blogger, de nuevo supliendo diligente mi falta de pericia, ha colocado en primer lugar: "Ven, el Señor te llama. Gran jornada de sanación y liberación con el Padre Joselito".
Se me agolparon las ideas y también, he de confesarlo, la indignación. Fue en Nicaragua donde el Papa Juan Pablo II tuvo la indelicadeza de reprender públicamente al cura Ernesto Cardenal por formar parte de un gobierno revolucionario; es en América Latina principalmente donde el Vaticano ha luchado y sigue luchando sin descanso contra cuantos intentaron que el conocimiento de Dios (teología) fuera germen de liberación y salud de los hombres. ¡Nada de eso! Para quienes, como los pobres que había a las puertas mismas de aquel templo, es necesario agarrarse a cualquier clavo ardiendo que se les presente, incluso al de vender a nadie lo que sea, ¡lo aconsejable es acudir a que el padre Joselito les imponga sus manos en un gran día de sanación y liberación!
Al poco de volver a Toledo me encontré con la noticia de que el cardenal Cañizares pasaba a mejor vida como prefecto de la "Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos". (¿Alguien se imagina -dicho sea de paso- al hijo de un carpintero en una aldea perdida de Palestina teniendo que explicar lo que es un cardenal, un prefecto y una "Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos"?) El caso es que enseguida me acordé del Padre Joselito. ¿Estaría entre las tareas del atiplado nuevo prefecto la de llamar la atención al obispo de Granada, en Nicaragua, por permitir e incluso invitar a que la gente vaya a poner sus cabezas bajo las manos extendidas de este nuevo taumaturgo que asegura en jornadas la deseada sanación y liberación?
Pero no son para eso las congregaciones vaticanas. Todavía está por ver que hayan expedientado a un pensador por interpretar al pie de la letra pasajes de acciones imposibles relatadas como milagros por la tradición popular de hace miles de años y así recogidas en algún libro de la Biblia; pero sí ha habido muchos biblistas condenados al ostracismo por pregonar que, para entender lo que según su fe Dios dice en la Biblia, hace falta utilizar los instrumentos de crítica textual, de interpretación de textos, contexto cultural etc. que ayudan a comprender lo que dicen unos hombres a través de cuya palabra Dios se expresaría. Sobran los ejemplos: no conozco un caso de heterodoxia condenado por el Vaticano consistente en defender principios retrógrados aunque sean máximos; sí están a la orden del día, en cambio, los apercibimientos y las condenas de quienes avancen explicaciones religiosas mínimamente progresivas. La conservación es salvadora; la innovación tiene siempre tufillo de heterodoxia.
¡Felices fiestas a todos!



Mi memoria histórica

Uno de los últimos posts leídos de mi paisano Manolo Cayuela ha sido el aguijón definitivo para hablar de este tema palpitante no sólo por ser objeto frecuente de noticias, comentarios, tertulias radiofónicas, etc., sino sobre todo, en mi caso, porque me acosa e incluso me hiere cada vez más con la edad.
Y es que mi memoria, en el caso de la histórica, es no memoria, ausencia de memoria. "No deberías preocuparte -me diría cualquier amigo-, porque hay muchas cosas cuya memoria desaparece o que desaparecen de nuestros recuerdos".
Pero no. Se me agolpan muchos recuerdos. Me sorprende todavía escuchar al profesor de latín en tercer curso -trece años tenía yo- explicándonos, no sé a cuento de qué, que en el pueblo donde había estado de cura un día la guardia civil llevó a cabo una buena batida contra los "huidos" y, a los que cazó, los paseó por el pueblo terciados sobre burros y mulas, "como hacen en los pueblos con los lobos cuando alguien los mata". Veo todavía a la entrada del cementerio de mi pueblo, cada día de los difuntos, a unas cuantas mujeres de negro que, alguna con su sillita, se apostaban con retratos y velas plantados en el suelo y allí lloraban silenciosas, en un lugar sin tumbas donde "había gente enterrada". Todavía escucho la respuesta que el párroco de mi pueblo dio al hombre que, contratado para pintar la iglesia necesariamente sobre unas escaleras que me resultaban inmensas, le había planteado la conveniencia de un seguro: "Me estás pareciendo un poco rojillo tú", le dijo. Me quedo aún de una pieza intentando digerir la explicación del ilustre cordiamariano profesor de Moral Católica, que en la Universidad Pontificia de Salamanca, al tratar de la "guerra justa", vino a justificar las matanzas de las tropas de Franco en su avance por Extremadura porque -según le explicara un mando militar a uno de sus superiores- "padre, no podemos ir dejando enemigos en la retaguardia". Resuenan en mis oídos todavía los argumentos del clero de Huelva cuando un grupo de desaprensivos propusimos una homilía conjunta recomendando la abstención en el referéndum de los "veinticinco años de paz": "Es que los sacerdotes no deben meterse en política", insistieron...
Venero, en la distancia, a un señor que, siempre con corbata, chaqueta y abrigo, de formas educadas y hasta corteses, estuvo dándonos clase a mi hermano Manolo y a mí en alguna temporada en Los Pinos de Valverde. Sin duda, un maestro represaliado, deduzco ahora.
Y todavía se me hace presente el brillo de los ojos húmedos en el rostro serio de mi enjuto y viejo, querido, compañero del PSOE en Madrid cuando un día me dijo que también "nosotros cometimos muchas tonterías", y me contó que una mañana tempranito tuvo que cumplir, casi un niño, con la orden de matar; bajó la voz hasta quedársele en un susurro y añadió: "Eran seminaristas, y tenían caras de inocentes, esa es la verdad".
Son recuerdos, espaciados en el tiempo, variopintos. Pero siempre me siento como en falta, culpable. Debo haber vivido junto a mucha gente a la que no me fue posible demostrar mi solidaridad, con personas que no pudieron siquiera decirme su secreto. Y me irrita sobremanera que sea ahora, ya con muchos años, cuando por fin me entero de algunos de los sufrimientos que tejieron el oscuro fondo de la España de silencios sobre el que se desarrolló mi juventud.
En Nicaragua he tenido la ocasión de convivir con un ex-gerrillero sandinista, que luego fue jefe de una región militar sur y finalmente se acogió a los planes de desmovilización del gobierno sandinista. Hoy él y Esperanza, su mujer, son los principales animadores de la sociedad de desarrollo de Solentiname. Aparte de amante de la comida y temeroso del poder de la bebida, Bosco es poeta. Junto a poemas tan bellos y sencillos como éste:

Recordá que la vida no es siquiera
una milésima de segundo en el tiempo.
Pero un beso tuyo basta para detenerlo,

tiene en su antología publicada este otro, inquietante:

Hermano guardia, perdona
que tenga que afilar bien la puntería al dispararte,
pero de nuestros disparos dependen
los hospitales y las escuelas que no tuvimos,
donde jugarán tus hijos con los nuestros.
Sabé que ellos justificarán nuestros disparos,
pero los hechos por vos serán vergüenza de tu generación.

En un rato de charla amistosa le dije que me había impresionado mucho su "poema del guardia". El silencio fue su respuesta







lunes, 17 de noviembre de 2008

Las bodas de mis hijos

Hace un par de noches llegué de la boda del hijo de un amigo. Todo resultó, como dijo luego e indujo a decir a una concursante la presentadora de Se llama copla –ese programa de la tele andaluza que me gusta casi tanto como me impacienta-, "muy reconfortable". Pero -¡no hay quien mande en la cabeza!- entre ceremonia y copas, platos y charlas, estuve dándole vueltas a las bodas de mis hijos, dos de ellos presentes entre los amigos de los novios.
Hace unos cuarenta y cinco años vino a verme una pareja: el hombre, muy joven, bastante alocado y dado entonces a la aventura, se había embarcado un buen día rumbo a Brasil con idea de comerse el mundo; si no todo, el que le dejaran. En el barco conoció a una de las bailarinas del espectáculo de a bordo que, más avisada, se lo comió a él. Y cuando desembarcó, se encontró prácticamente casado ¡con todas las de la ley! Vamos, canónicamente. Aquel matrimonio duró lo que había durado su ilusión de libertad.
De vuelta ya a España, al cabo de los años se enamoró de la mujer que lo acompañaba. Para ella era el hombre –primero y único- de su vida, y ella para él, el amor que tal vez imaginó que encontraría saliéndose de la estrechura de su entorno familiar. Para los padres, él había encontrado por fin a una mujer buenísima y sentado la cabeza, y ella había dado con un hombre bien situado y formal, con todo el mundo por correr ya recorrido.
Pero, me decían quienes después de contarme todo eso eran ya mis amigos, no podían casarse, porque en aquella España de los años sesenta él figuraba como casado en todos los libros fehacientes, ni tampoco querían dar a sus padres el disgusto de vivir amancebados. Buscamos una solución: la misma Iglesia me había enseñado que la "materia" del sacramento del matrimonio era el amor y que por eso sus oficiantes eran los propios novios. Así que, como allí había amor bien templado, busqué el marco adecuado –un templo-, fijamos una fecha y en el día señalado celebramos una boda por todo lo alto, cura (yo), lógicamente, incluido. ¡Y hasta hoy!
Años más tarde traté a un hombre, verdaderamente desgraciado a juzgar por los relatos de su vida que el propio interesado ofrecía, que, católico hasta por sangre, andaba en pleitos por deshacer el "vínculo" canónico de un matrimonio cuya raíz no había sido más que una "ignorancia invencible", según dictaminó al final la Rota.
Por último, conocí en el mundo editorial a un amigo a quien su comunidad de vecinos, con el celo que caracteriza por doquier a esta especie de senados populares en los barrios con visos de ascenso social y los hacía notables sobre todo en Madrid, había denunciado junto con su compañera por "amancebamiento". Y andaba buscando alojo en barrios de menos fuste y más comprensión. En efecto, en el católico franquismo las queridas sí podían admitirse, porque el pecado al que lleva la comprensible flaqueza de la carne se perdona, pero maltratar públicamente la santa institución del matrimonio (y la familia), eso, no.
Con estas premisas a mi mujer y a mí nos han resultado del todo naturales las bodas de nuestros hijos: el uno se casó, creemos, desde el mismo día en que vino impresionado de la universidad porque se había fijado en los ojos de una compañera (y no me extrañaría que ella, espabilada, hubiera reparado ya antes en los de él), que le borraron para siempre las escasas ganas que lo habían llevado a los libros de Derecho; la otra, con las chispas que parece que caldearon un viaje estudiantil a zonas más frías y de aguas embravecidas en España; y el tercero, porque se derrumbó ante la ternura y cercanía de unos torpes pasos de baile que se le habían antojado imposibles. Los tres viven en compañía cada cual de la persona que quieren y porque se quieren, es decir porque día a día vienen oficiando su matrimonio, desde hace ya más años de los que duran hoy estadísticamente los matrimonios oficialmente indisolubles.
Hay una característica casi tautológica de la sociedad libre que me gusta sobre todas: la posibilidad de practicar la libertad individual con lo que ésta conlleva de responsabilidad y compromiso; y, consecuentemente, en su organización jurídica y política, la progresiva reducción de las instituciones convenidas para acercarse al mínimo estimado necesario para la expansión individual.
A veces siento que los que así pensamos no acabamos de dar con formas nuevas de celebrar juntos los grandes momentos de la vida personal de quienes queremos. Quizá, pienso yo, haya que deconstruir las formas más tradicionales y multiplicar los momentos de alegría compartida. O sea: ¡más juerga y más cariño a diario!

miércoles, 8 de octubre de 2008

Amistades particulares

En la película última de José Luis Cuerda, Los girasoles ciegos (que recomiendo vivamente), hay unas secuencias que a más de un espectador habrán causado extrañeza, si no risa: en un patio encajado dentro de un claustro se ve a unos seminaristas que pasean en grupos; éstos van formados en dos filas enfrentadas, cuyos componentes andan los de una hacia delante y los de la otra hacia atrás.
¡Las cosas de Cuerda!, habrá pensado más de uno. No; él, que estuvo unos años en el seminario de Albacete, y yo, como todas las personas que estudiaran en los llamados seminarios conciliares (porque se pusieron en marcha a raíz de la reforma del clero del Concilio de Trento), sabemos que no es una ocurrencia suya, sino una imposición del régimen de esos centros, de los que ha salido el clero que conocemos y a veces padecemos, incluidos, por supuesto, el Papa, Rouco o Cañizares. No es ninguna tontería. Y conocer el intríngulis de esa forma de pasear puede ilustrar sobre los veneros donde beben algunas bocas con pretensiones de palabra infalible.
En esos seminarios no se prohíbe tener amigos; lo que se persigue es el establecimiento de relaciones entre dos. Por eso no se puede visitar a otro compañero en su cuarto como no sea dejando la puerta abierta, o no se permite la relación abierta entre sólo dos. La relación entre dos es siempre sospechosa de mariconeo, de homosexualidad. Hay que pasear, por eso, en grupo y, como ya la fila de cuatro impide que los dos de los extremos se comuniquen (no digamos nada si es más numerosa), son de lógica las dos filas enfrentadas que en sus paseos, para repartir las incomodidades, andan alternativamente para atrás y para delante.
La sexualidad en general, pero, por no haber una presencia física de mujeres, más específicamente la homosexualidad, es en estos centros una obsesión. Los efectos de tales esfuerzos educativos pueden rastrearse en muchos aspectos de nuestras sociedades occidentales, porque, más allá de los seminarios, quienes habían sido así formados extendieron sus lacras por los muchos colegios que han regentado. Baste asomarse al relato, autobiográfico en gran medida, que en su día (1944) lanzó a la fama al francés Roger Peyrefitte, educado él mismo en un colegio de jesuitas: Las amistades particulares (en español, en editorial Egales, Barcelona, 2000), y que en 1964 trasladó al cine Jean Delannoy con el mismo título de Les amitiés particulières.
Yo he de admitir que, a pesar de todo, unos cuantos de mis mejores amigos y además particulares −o sea, uno a uno− son de aquella época en que la amistad estaba prohibida.
Y también algún disgusto: en mis años de Roma trabé amistad de verdad con un polaco. Yo tenía una Vespa con la que callejeaba a las mil maravillas en aquel tráfico infernal. Y muchas veces lo llevé de paquete. Tengo que decir que nunca noté nada extraño más allá de su cariño y amabilidad. No nos hemos vuelto a ver desde aquellos años. Bueno, para ser más exacto, yo sí lo he visto a él: en esta noticia.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Hijo predilecto

Si a los padres nos pusieran en el brete de hacer pública nuestra predilección por un hijo o una hija, rehuiríamos hacerlo aun en lo íntimo de nuestras conciencias e incluso en el caso de que fuera notoria la excelencia de un vástago sobre los demás. Es así: los lazos de sangre difícilmente admiten razonamientos; vienen impuestos por su propia naturaleza.
No sucede lo mismo en las agrupaciones sociales, cuyos lazos de pertenencia son fruto más o menos de acuerdo o conveniencia. Es verdad, por ejemplo, que no elige uno el lugar donde nace, pero sí está en las manos de cada cual el grado y el modo de implicación en el conjunto que forman los nacidos en el mismo lugar. Y de las opciones individuales posibles hay unas que fortalecen más que otras la cohesión del conjunto. No es de extrañar, por tanto, que los representantes y portavoces de una organización social, al contrario que los cabezas de familia, señalen, y exalten incluso, cómo y en qué medida la obra de uno de sus miembros contribuye a hacer más fuerte la vida del conjunto que ellos representan.
Es lo que viene a justificar el nombramiento de alguien como "hijo predilecto" del pueblo donde nació. "Pre-diligere" significa amar por delante de los demás; y no se trata, además, de un amor genérico (que para eso tenemos "amare") sino de un amor discriminatorio, porque por su composición indica siempre separación y diferencia entre al menos dos y su raíz es la de elegir: o sea, "prediligere" es amar más o antes que a otros.
Pues bien, a mi hermano el mayor, Diego, lo ha nombrado "hijo predilecto" la Corporación Municipal de nuestro pueblo, Valverde del Camino. Se han dado en este nombramiento dos circunstancias que lo hacen más estimable a mi entender: una, que la Corporación adoptara el acuerdo por unanimidad; la otra, que lo que motivara dicho acuerdo fuera considerar que una sucinta exposición de los trabajos de Diego era “suficiente para que el pueblo de Valverde del Camino se sienta orgulloso de su extraordinaria contribución a la cultura y muy especialmente a la música”.

Estuve el día 10 pasado en el acto público de entrega, junto con otras, de la distinción descrita en el Teatro Municipal de Valverde. La ovación de asentimiento del público asistente a la mención del nombre de Diego fue una prueba más del acierto de la Corporación. Pensaba para mis adentros que la gente del Ayuntamiento, los −normalmente tan denostados− políticos de mi pueblo habían dado en el clavo al proclamar “predilecto” a mi hermano por algo que nadie que lo conociera, hubiera de por medio lazos de sangre o no, pondría en discusión: hacer que la música −”la habanera” dice una canción suya− se adueñara de la reunión, de los momentos álgidos de convivencia. Es un modo sobresaliente de fortalecer la cohesión de una sociedad.



martes, 26 de agosto de 2008

El parto es nuestro



Así se llama, el parto es nuestro, la asociación de la que forma parte -en la que milita, más bien- mi hija Rebeca. Este nombre-lema suena a obviedad, porque sin nosotros, sin las mujeres y los hombres , no existiría parto alguno; pero no lo es. La denuncia es bien precisa: el parir es un acto tan humano como las relaciones de las que viene o como el comer y el dormir -por no alargar los ejemplos-, y por tanto en principio no hay por qué forzarlo a ámbitos y formas de actuar diferentes de los de la vida normal, entendiendo en este caso por normalidad todo lo que de excepcional tiene el mismo hecho de parir.
Siendo todo esto verdad, traer un hijo al mundo tiene un carácter innegable de singularidad. Y razones de todo tipo -podemos enumerarlas afectivas, económicas, demográficas y todas las que queramos- han llevado a nuestra sociedad, tan insegura como tecnificada, a anteponer las medidas de seguridad para el niño y para la madre a toda confianza en el natural desarrollo de las cosas.
La tecnificación requiere el concurso de especialistas y los especialistas necesitan actuar en situaciones suficientemente controladas... Si se sigue el raciocinio, todo cuadra. Entonces, para parir hay que ir a un hospital, donde la organización, aun pensada para los pacientes, excede a cada uno de ellos. Entran en él la parturienta, ya en una situación de angustia, y su acomplejado compañero, que no acierta muy bien con cuál es su papel a cada paso y...
Unas cuantas preguntas sencillas:
¿Cómo paren los animales? Sobre sus cuatro patas, para facilitar las contracciones de expulsión del feto y el máximo rendimiento de las mismas ¿Cómo paren las mujeres en los paritorios? Justo en la postura inversa, para facilitar las operaciones de los especialistas y el máximo rendimiento de las mismas.
Los dolores son señales de alarma; los de parto avisan de que un montón de tejidos se ponen en situación de tensión máxima y creciente para facilitar que un monstruito pase y salga por conductos y agujeros cuya estrechez hace cuanto puede por no ceder. ¿Qué pasa si se programa el mínimo dolor, si se controla el período de tensiones máximas, si..., si...? Poco tiene la madre que decir, y menos el alelado del padre, que con su cursillo y todo ahora sigue sin saber muy bien qué hacer. Al final, si el monstruito no cabe (y para que no haya desgarros) se corta por aquí, se cose por allá, la madre dormida y el niño al nido o a la incubadora.
Mi hija tuvo una experiencia, que no voy a detallar pero del género descrito, con Leonor.
Para Daniela, que entonces no tenía todavía nombre ("lo estamos discutiendo", me decía Leonor cuando yo le preguntaba), decidió que el parto era de ella, de Nacho, de su hija Leonor y de su casa. Tenían plena confianza en los médicos por si se presentaba algún problema.
Y así ha sido: anteayer, día 24, ya a punto de acabarse el día, dio a luz en su casa y al rato interrumpió ella la prohibición de llamarla por teléfono que desde la mañana nos tenía impuesta para decirnos que todo había ido con muchos dolores pero bien y que tenía a la chiquitilla en su pecho.
A la mañana siguiente, ayer mañana, fuimos a verlos con un ramo de flores. ¡Era para verlos!
Después de las lógicas dudas que se pasan, escenas como las de las fotos a menos de veinticuatro horas de parir nos han convencido también a los que no vivimos en el Callejón del Vicario y teníamos vedado el acceso al maravilloso acto de parir: ¡este parto es también nuestro!



jueves, 7 de agosto de 2008

El deporte

Mañana comienzan los Juegos Olímpicos de Beijing. Me traen recuerdos que no puedo más que compartir con mis amigos.
En el año 1985 visité la China que había dejado encarrilada (nunca mejor dicho: "meter en -un- carril") Mao. El objetivo era recabar de su gobierno el apoyo para Barcelona 92. Lo obtuvimos; a cambio, eso sí, de comprometer el apoyo de España para que se les asignara a ellos la organización de los Juegos del año 2000. Querían convertir ese reto de organizar la edición inicial del siglo XXI en un escaparate donde el mundo viera la China del futuro y en un empeño, a la vez, en que catalizar los esfuerzos de su magno país para alcanzar ambiciosas metas de transformación. Su potencial era y es inmenso: ya entonces, hablando de estrategias de política deportiva para la alta competición, nos dijeron que habían llevado a cabo una especie de "operación altura" y habían descubierto a casi 4.000 individuos con cerca de 2,10 metros de estatura, de los que habían seleccionado a unos 2.000 que tenían en centros de entrenamiento específicos.
China me resultó un país tan fascinante por sus muestras de cultura milenaria como sorprendente por el empeño de modernización al que estaba entregado. No consiguieron la organización de los Juegos para el simbólico 2.000 y creo que ellos mismos desistieron de ella; ahora, sin duda, van a aprovechar la expectación de todos nosotros para dejarnos una muestra de lo que pretenden y de lo que son capaces, incluido, como no podía ser de otra manera, el bajo nivel que en su organización político-social ocupan las libertades individuales. ¿Será ocasión, una vez más, para que millones de personas den su vistobueno a una organización política que, a fuer de eficaz en el logro de objetivos como una correcta y, a ser posible, brillante organización y participación en los Juegos, pospone sine die el avance en los derechos y las libertades individuales y colectivos? Vamos a verlo.
En España tuvimos suerte o supimos hacerlo. Mejor, seguro, las dos cosas. Tuvimos la suerte de que el deporte estatalizado de la Dictadura no lograra nunca una ocasión de escaparate mundial que favoreciera la consolidación engañosa de un modelo en el que primaba la información deportiva sobre la práctica del deporte, el espectáculo de la pelota sobre la educación del cuerpo para favorecer la salud de niños, jóvenes y mayores. Y, cuando la alcanzamos, supimos aprovechar la ocasión de organizar unos Juegos para cambiar los parámetros todos de la organización deportiva española.
La práctica deportiva ha ido quedando, poco a poco, encajada en los diferentes espacios naturales en que se desenvuelve el ciudadano en sus variadas facetas: la educación deportiva, en los niveles de la enseñanza, incluida la Universidad; la práctica deportiva con fines de recreación y de salud, en los establecimientos de las Administraciones más cercanas al ciudadano, en los Ayuntamientos; la competición reglada (o federada, como se quiera), en clubes y federaciones con el apoyo de los poderes públicos pertinentes; y la alta competición, con su carga de representación internacional, en altos niveles de control estatal y ateniéndose a exigencias de planificación y racionalidad tanto científica como económica; y el deporte profesional, con sus propias instancias de organización y reglas. No todo está hecho, pero mucho se ha avanzado.
El azar quiso que me cupiera la suerte de asistir desde muy cerca a pasos decisivos en la gran transformación del deporte español. Es para sentir orgullo saber que la fructífera organización actual del deporte de alta competición español, con su potencial de atractivo y resorte, tiene vinculación histórica, y por tanto de reconocimiento obligado, con la organización democrática de nuestra política, también la deportiva

jueves, 19 de junio de 2008

El viaje a la realidad

Era un dia, ya caluroso, del mes de mayo de 1969, van a hacer pronto ¡qué barbaridad! 40 años. Mi amigo Manuel Eugenio tenía un Seita y, con permiso del Hispano, tenía que ir a Madrid a un examen (donde luego le daría la sorpresa de su presencia Mari Carmen, su novia de siempre -y para siempre-, que aprovechó para visitar a sus padres instalados ya en la Capital). Así que con él tomamos el camino hacia el futuro mi también amigo Paco Andrés y yo.
Efectivamente: Manolo tenía claro adónde iba; pero Paco Andrés y yo, aunque íbamos con él también a Madrid y en su coche, sólo sabíamos que buscábamos el futuro. En Madrid nos esperaba como a agua del mes que corría otro buscador de futuro: Eduardo, que era lo que entonces se decía en los pueblos "un marica" desde que nació, al que las ansias de libertad y de ser tal como él era sin tapujos habían llevado al amplio espacio, supuestamente más comprensivo, de la gran urbe. Lo queríamos y lo hemos seguido queriendo, los amigos, de verdad y hemos pasado juntos ratos buenísimos. Hoy es un peluquero de éxito, casi o sin casi capitalista, en mi pueblo.
¿Y yo? Yo viajaba, como queda dicho, en busca de mi futuro o, quizá, de la realidad. Desde que estudié Biblia, como ya indiqué en "La vocación", y más mientras más profundicé en su conocimiento, fui comprendiendo que para el creyente judeo-cristiano no hay más realidad sagrada que el hombre y su mundo. Todo es sagrado o todo es humano, como se quiera. No hay cotos (lugares, personas, tiempos) privilegiados. Y eso llevó a creer en un Dios encarnado: Dios hecho hombre. Siendo eso así ¿qué hacía yo de cura o, en general, qué pintaba el clero? No me resisto a citar a Martín Buber, un filósofo judío alemán del que me ocupo hace unos años:

“En mis años más jóvenes lo ‘religioso’ era para mí lo excepcional. Había horas que habían sido sacadas del curso de las cosas. El tupido manto del día a día tenía agujeros en algunas partes. Fracasaba entonces la consistencia fiable de los fenómenos; la sorpresa que ocurría rompía su ley. La ‘experiencia religiosa’ era la experiencia de una otreidad que no estaba inscrita en el entramado de la vida... Además seguía existiendo, por supuesto, la vida normal con sus negocios, pero en este coto dominaba, fuera del tiempo, sin un después, el arrobamiento, la iluminación, el encantamiento. La propia existencia, por tanto, abarcaba un acá y un allá, y no había entre ellos relación alguna fuera del momento efectivo del salto. Lo inapropiado de esta forma de estar la vida temporal dividida en una parte encaminada a la muerte y otra a la eternidad, a la que uno, en todo caso, no puede dar satisfacción más que ajustándose a su temporalidad, me apareció con claridad en un acontecimiento de la vida diaria, un acontecimiento orientador, de los que dan orientación hablando con los labios cerrados y la mirada inmóvil, como le place hacer al curso normal de las cosas...
A partir de entonces he abandonado yo o me ha abandonado a mí lo ‘religioso’ que no es más que excepción, apartamiento, salirse fuera, éxtasis. No poseo más que el cada día, del que nunca se me saca. Nunca aparece ya el misterio, se ha trasladado o ha puesto su morada aquí donde todo es tal cual es. No conozco otra plenitud que la de cada hora mortal con sus anhelos y responsabilidad. Aunque muy lejos de estar a la altura que ello exige, sé que soy reclamado con derecho y que puedo responder desde la responsabilidad, y sé quién habla y pide respuesta.
Más no sé. Si esto es religión, entonces ella es, sencillamente, todo, el simple todo directamente vivido en su posibilidad de diálogo”.

El año anterior, antes de que comenzara el curso 68-69, planteé al Obispo de Huelva mis reflexiones y mi decisión final de secularizarme. Se echó a llorar, y sólo supo decirme que defendería mi nombre y, en prueba de ello, que podía seguir dando clases de Escritura y Teología el curso siguiente en el Seminario, como yo le había pedido. Ya en Navidades me llamó para decirme que había pensado que era mejor que dejara mis clases; le argumenté sencillamente que con el curso académico a medias adónde iba yo. Lo comprendió. Pero en las vacaciones de Semana Santa ya no me convocó sino que directamente me mandó una nota pidiéndome que acabara mis clases en el Seminario y adelantara los exámenes. Así hice. Y por eso en mayo viajaba... hacia la realidad.
Bajar de lo sacro a la vida tiene una manifestación primera que quien no tuvo que hacer ese viaje no conoce: pasar de ser alguien y con un rol definido en la sociedad, aunque sea, como en mi caso, a los veintidós años, a no ser nadie o a tener que demostrar, como todo dios, quién eres o, por ir a lo práctico, qué sabes hacer.
Llegué a Madrid, aparte de con la compañía de Manolo y Eduardo y rodeado, a distancia, del cariño de mis hermanos y de mucha gente, con algo más de mil pesetas en el bolsillo, el último sueldo que había cobrado como profesor del Seminario. Y siempre recordaré las mañanas tomando café mientras recorría los anuncios de Ya, de Pueblo, de Abc... y luego las llamadas, y la humillación de los interrogatorios:
-"¿Y qué sabe usted hacer?"
-"Pues yo he dado clases"
-"¿Y qué titulación tiene?"
-"Bueno, yo soy licenciado en Teología y en Ciencias Bíblicas. Y también manejo idiomas"
-"¡Qué interesante!..."

Menos mal que amigos de los de verdad, no curas precisamente, atendieron a mi SOS y me mandaban lo suficiente para vivir. Hasta que entrado el verano llegó la solución: el subempleo. En Madrid abundan o abundaban las academias para alumnos con vocación de suspender, que hacen su agosto, nunca mejor dicho, en el mes de agosto y sus aledaños. Pero tenían, como todo negocio de oportunidad, su truco: a los alumnos les cobraban por clases de una hora y a los profesores (suplentes) nos pagaban, según, por clases de cuarenta o cuarenta y cinco minutos, de modo que de ocho a tres, en verdaderos cuchitriles, tuve que dar francés, latín, matemáticas, historia, literatura y lo que fuera, a una media de nueve grupos de muchachos y muchachas, normalmente vecinos del centro de Madrid, que lo mismo se metían mano que se liaban a sillazos entre sí y, en todo caso, coincidían, excepto alguna rara avis, en no importarles un pimiento el empeño de sus padres en que aprobaran.
Era la realidad. Y había que dominarla. Así me fui secularizando, es decir, "haciéndome del siglo". Luego traduje mi primer libro del alemán, apasionante por cierto,
del etnógrafo y especialista en literatura africana Jahn Jahnheinz (Muntu: Las culturas de la negritud. Guadarrma, 1970) y más tarde el segundo, más interesante si cabe, del matemático y físico teórico Pascual Jordan (El hombre de ciencia ante el problema religioso. Guadarrama, 1972). Y luego entré a trabajar fijo en una editorial (donde por cierto conocí a una mujer muy joven y más guapa aún, de la que me enamoré y que es todavía mi mujer), y luego, siempre sin dejar de trabajar, hice en la Complutense la licenciatura civil en Filología Bíblica Trilingüe, y posteriormente los cursos de Biblioteconomía y Documentación para posgraduados que se impartían en la Biblioteca Nacional ... Y más tarde oposiciones... En fin, la vida, cada vez más llena y más interesante: hijos, responsabilidades importantes, nieta... Y ahora disfrutando de la jubilación.
Recuerdo siempre sonriendo para mí que, casi quince años después de mi viaje en el Seita de Manuel Eugenio, asistía en mi pueblo al entierro de una persona muy querida cuando, por detrás de mí, un conocido le comentaba a otro haciendo referencia a mi suerte: "¡Así cualquiera!¡ Te sales un día de cura y al otro te hacen Director General!".
Pues eso: la realidad a la que un día decidí viajar



lunes, 16 de junio de 2008

Los "boxes"

Desde hace unos años acudo a controles médicos al menos cada seis meses. Es una fuente de información de algo más que de mi salud: por ejemplo, de que se multiplican los conciudadanos rumanos o ecuatorianos o de que, en general, la gente se lava, porque casi nadie huele mal.
Es también uno de los termómetros con que adivino los esfuerzos de la Administración (en este caso la sanitaria de Castilla-La Mancha) para atendernos mejor, no siempre de modo certero.
Una de las rutinas de este regular paso mío por la itv sanitaria es la de la obligada extracción de sangre para su análisis. Con tal fin antes te citaban "de las 8 h. a las 10 h." del día tal en tal sitio; si querías aprovechar la mañana, llegabas prontito, por ejemplo a las 8'05, y ya había un montón de gente que había decidido, como tú, aprovechar la mañana, pero antes que tú.
Al fondo de una sala impersonal llena de filas de sillones donde necesariamente molestabas al sentarte a todos los que ya estuvieran sentados en la fila que escogiste, y donde indefectiblemente notabas el más mínimo tic de piernas de los otros y en todo caso los codos invasores de los vecinos, al fondo, digo, y ante el arranque de la escalera que daba al piso superior se sentaba tras una mesa, con cara de pocos amigos (en muestra de incorruptible y de poder) aunque luego amable, un señor con bigote al que te acercabas y te daba un papel con un número: por ejemplo, a las 8'05, el 78, que sacaba de una caja de cartón donde esperaban por orden las papeletas que seguramente él mismo había numerado con rotulador tras dividir un folio en ocho partes. Ya con tu número te ibas al asiento a molestar y ser molestado al sentarte y a leer el periódico que previsoramente habías comprado.
A eso de las 9'10, se ve que, cuando ya el personal sanitario tenía preparado todo lo necesario, las filas cobraban vida y empezaba la gente a levantarse. Cosa muy importante: se había puesto de pie el señor que nos presidía, aunque a nuestro mismo nivel, desde la mesa. Y empezaba: "el uno, el dos, el tres..." y así hasta "... el diez". Los que tenían esos números se arremolinaban al pie de la escalera, y a una señal convenida del responsable que los había convocado subían y volvían a arremolinarse ante una puerta, para pasar de uno en uno o de dos en dos ante los profesionales que recogían el papel del médico y les entregaban a cambio, después de hacer las pertinentes anotaciones, sus tubitos. Así pertrechados esperábamos a que nos llamaran para sentarnos, ya en la siguiente y definitiva estancia, en el sillón de extracción que nos indicaran.
Como la gente de abajo se impacientaba, entre otras cosas porque, según era frecuente oír, "¡... además, todo esto en ayunas!", y también porque de vez en cuando -nadie se quejaba por ello, pero se adivinaba el cabreo- el maestro de ceremonias interrumpía su tarea para decirle a una pareja de monjas recién llegada "Hermanas, pasen ustedes", el hombre, para calmar los ánimos, precipitaba la llamada de los diez siguientes, crecía por tanto el grupo de los arremolinados primero al pie de la escalera y luego en la escalera misma antes de llegar a la primera puerta sacra. Tras ésta la naturaleza misma de las cosas se encargaba de imponer un ritmo que no admitía precipitaciones ni acelerones.
En la lógica del generalizado esfuerzo de modernizacion de nuestras administraciones públicas y en general de España, un día me encontré en el periódico con que la autoridad competente había inaugurado un "nuevo centro de extracciones" del Hospital Virgen de la Salud de Toledo. Mi contento fue indescriptible cuando para la siguiente analítica, que estaba próxima, recibí una citación en la que se me decía que me presentara en tal y cual sitio "a las 08'17".
De mi primer viaje a Alemania allá por el año 1964 me traje, entre otras, dos impresiones que no me cansaba de relatar: una, que los trenes anunciados a las 12'07 salían de la estación o entraban en ella a las 12'07; y otra, que las puertas, dándoles el impulso mínimamente necesario, hacían clic y cerraban perfectamente sin necesidad de tirar del pomo hacia arriba o de ayudarlas con el pie. Bueno, pues cuando leí lo de las 08'17 daba saltos de alegría: "¡Con Bono, aunque él no sepa idiomas, nos vamos acercando ya a Alemania!". Así que esa vez me presenté en el centro de extracciones un poco antes de la hora de cita, pero, por supuesto, sin el periódico.
Al abrir la puerta me encontré una sala transformada, mejor iluminada, limpia, pero abarrotada de gente. Miré dónde estaría el hombre que antes nos hacía fáciles las cosas, y después de preguntar en una cola bastante considerable me informaron del primer cambio: había que coger número en un expendedor automático de esos en que aprietas un botón y por una ranura que no se ve ni se adivina desde arriba sale a una velocidad debidamente desesperante un papel con un número, del que hay que tirar. Dicho expendedor estaba colocado justo en el rincón que formaba a la izquierda la obra de la puerta de entrada, parece que para que no se viera, porque nadie entra en los sitios con el cuerpo vuelto a la izquierda, aunque sea del Psoe, o a la derecha, por más que le tire el PP. De modo que el primer bullicio nuevo se formaba al entrar ¿todos los de las 08'17? en busca del expendedor, ante el que, una vez descubierto, se hacía ahora la primera cola por un doble motivo: uno necesario, la lentitud de la máquina; otro contingente, que muchos usuarios no sabían utilizarla. La experiencia de los días que llevaban abiertas las nuevas instalaciones había aconsejado una solución: junto a la máquina estaba un señor que se encargaba de apretar el botón y darte el número; si tú, por listo, pretendías cogerlo por ti mismo, él se encargaba de que desistieras de tu osadía.
Entonces con tu número -ya el 84 a las 08'17- hay que irse a una cola para llegar a los mostradores donde se hace lo de los tubitos que antes se solucionaba tras la primera puerta sacra del piso de arriba, y te sientas en unas filas de asientos parecidas a las de antes, nada más que más largas, y que ahora miran a los mostradores de los que acabas de llegar. Sobre ellos te llama la atención un luminoso en el que se lee:
Número X Box 1
Número X Box 2
y así hasta el Box (creo que) 6. Esta vez no me acordé de Alemania, sino de mi amigo Jesús Alemán, que se hartaba de reír contando aquello de que se pararon unos turistas ingleses al pasar por Tomelloso y uno le preguntó algo en su lengua a un hombre del pueblo; éste lo miró extrañado y le espetó: "¿Qué te paha en la boooca?"
Cuando vi que estaba a punto de aparecer mi número, el 84, me acerqué a la embocadura de un pasillo que queda en la parte delantera de la sala, ante la que había siempre un grupo de gente de pie. Entonces descubrí de nuevo al hombre que de verdad había mantenido tradicionalmente aquello en orden. Con su bigote y su amable seriedad de siempre, conforme iba saliendo gente apretando el algodón contra el brazo y con cara de alivio, él llamaba:
- "El 84, cabina 5".
A partir de entonces, aunque la cita sea para las 08,09, antes de ir compro el periódico.

jueves, 12 de junio de 2008

Cosas de curas (de Valverde)

Son historias que oí contar, algunas de ellas desde muy pequeño. En cuanto a sus autores, de algunas de las atribuciones respondo; en otras me atengo a lo que me dijeron.
De pequeño conocí siempre en Valverde a un cura mayor, que era el párroco, y a otros dos curas más jovenes, que eran los coadjutores (por ejemplo, D. Jesús y D. Francisco y D. José); y luego había otros dos curas que no eran jóvenes pero tampoco envejecían: tenían siempre la misma edad. Eran curas de Valverde, que vivían en sus casas familiares, confesaban y decían misa en la parroquia, pero no eran ni párroco ni coadjutor. La gente de mi edad conocimos de siempre así a D. Felipe Forcada y a D. Luis Arrayás. D. Felipe tenía fama de hombre culto y tan estudioso como raro y cascarrabias; D. Luisarrayás (se nombraba como si nombre y apellido fueran uno), en cambio, era, por decirlo directa y llanamente, un hombre de campo. Parece que don Luisarrayás hizo una vez un viaje a Tierra Santa, y al volver le preguntaron:
- "¿Qué tal Tierra Santa, don Luis?"
- "Pues ... aquello... ¡pá avena, p'avenilla ná más!", contestó él mientras se rascaba una de sus inmensas orejas.
D. Jesús era un hombre grande al que ni la estatura ni el cuajo de los Mora le permitían prisas ni precipitaciones. Fue a darle la comunión a una vieja ya muy enferma, y cuando ya se iba a despedir, le recomendó con toda su parsimonia:
- "Ea, Josefa; la dejo con el Señor. ¡Ahora le da usté las gracias!".
La vieja entreabrió los ojos y, haciendo un leve gesto con las manos agarradas al embozo, lo tranquilizó con voz quebrada:
- "¡Bueeeno! Se las daré de su parte".
Un valverdeño fue muchos años párroco de Santa Ana de Triana, Sevilla. Se llamaba D. José Arroyo, y contaba que fue a darle los últimos sacramentos a una gitana del barrio, dispuesta a todo menos a morirse. Al llegar el momento de los óleos, cuando se unta con ellos diferentes partes del cuerpo haciendo sobre ellas la señal de la cruz, la vieja lo miraba extrañada. Empezó D. José por la frente, y ya al hacerlo sobre los párpados -lo que obligó a la señora a cerrar los ojos-, ésta saltó con voz aguda y temblona:
-"Eaaa, pá que no veas".
Siguió el cura sobre las orejas, y la vieja:
-"Eaaa, pá que no oigas"
Así sucesivamente, y la enferma cada vez más cabreada. Con mucho cuidado uno de los familiares levantó las ropas de la cama dejando al descubierto los pies. Y nada más tocar D. José la planta de uno de ellos para la última unción, la vieja dio una "cojetá" mientras protestaba:
-"¡Coño, tanto toqueteo!"
Finalmente, de la madre de D. José Arrayás "el Melli" se contaba que, cuando ya su hijo estuvo formado en teología, consideró que podía plantearle el gran enigma que tenía guardado:
- "Mira, José, tú me tienes que explicar a mí lo de la Santísima Trinidad"
- "Pero, mamá, eso es muy complicado; ¿para qué ahora esos líos?"
- "Niño, tú tienes que decirme si la Santísima Trinidad es macho o hembra porque yo no sé si rezarle un padrenuestro o una salve".
A todos ellos los recuerdo como hombres buenos.

lunes, 9 de junio de 2008

Jirones

Puede decirse de cualquier momento de nuestra vida: cada cosa que vivimos es una porción del todo que ella es. Pero "jirón" es también el trozo desgarrado, y el desgarro es tanto la parte de tela que se desprende como el destrozo que deja en el vestido.
Con frecuencia tengo la sensación de jirones que van privándome de trozos de mi vida y haciendo destrozos en mi existencia. Me pasa sobre todo cuando vuelvo a los escenarios de mi niñez y juventud: a los sitios que fueron míos, a mi familia, a mis amigos, a mi tierra.
Acabo de llegar a mi casa en Toledo después de una visita fugaz a Huelva para acompañar en su boda a mi sobrino José Manuel, "El chico". Y vuelvo con esa sensación.
Abrazo a un hermano, y siento el pálpito de una relación entrañable pero siempre incompleta, se me quedan pequeñas las palabras, me resultan triviales los asuntos de que hablamos porque siempre persiste algo agazapado en lo hondo y que es más que lo expresado. Veo de lejos o saludo a un amigo y me asaltan los tramos que esa amistad no recorrió, los silencios con que la distancia y la pereza a veces la han jalonado. Me fijo en aquella cara, y me punza de nuevo el dolor de la primera amistad pronto rota; o aquella otra, y revivo las separaciones y quiebras que la peripecia de cada cual impuso entre nosotros. Contemplo, beso y cruzo alguna frase con los renuevos que la savia familiar ha ido procurando, con generosidad por cierto, y me tengo que rebelar contra la incapacidad de atender al mismo tiempo a todos y cada uno, de hablar largo y tendido, de conocernos, de demostrarnos, ya que no de decirlo, que nos queremos. En fin, jirones: el corazón hecho jirones.
Mientras viajaba de vuelta, me acordaba de la película que había visto el martes pasado: la última obra de Alain Resnais, que en original francés se llama "Coeurs" (corazones) y en español "Asuntos privados en lugares públicos". Historias paralelas de corazones que andan entre la necesidad del encuentro y el imperio de la soledad y la incomunicación.
Pues eso, corazones hechos jirones. Pero vivos.

miércoles, 4 de junio de 2008

Italia

Los años que pasé en Italia (1963-1966) fueron para mí muy decisivos. Entre otras razones, porque allí descubrí lo que era una sociedad organizada en libertad: libertad de expresión, libertad de manifestación, libertad de asociación. Allí supe por propia experiencia que los periódicos no tenían por qué decir todos lo mismo y que la naturaleza de cada uno de ellos no los obligaba a proclamarse "diario independiente", porque lo que de verdad importaba era conocer la dependencia de cada cual.
Fueron los años, en política, de la "apertura a sinistra", con personajes como Aldo Moro, Sandro Pertini, Palmiro Togliatti, Giuseppe Saragat, Enrico Berlinguer, etc.; y, en lo teológico y en el terreno de las ideas en general, los días de buena parte del Concilio Vaticano II. Por un motivo y por el otro, Roma era (fue al menos para mí) cátedra y al mismo tiempo escenario de intercambio de ideas, de experiencia de universalidad, de búsqueda de nuevas vías...
Es fácil comprender, así, la sorpresa que me produce ahora buena parte de la prensa italiana y la vida pública italiana en general. Probablemente no tengamos en nuestro entorno más cercano un ejemplo más claro, y lastimoso, de como los líderes políticos no sólo son sujetos pasivos del voto ciudadano sino también promotores efectivos de comportamientos sociales.
Basta, para creerlo, leer este cartelito que se ha podido leer estos días en el tablón de anuncios de una empresa en el pueblo de Pieve de Soligo (Treviso, en el nordeste italiano), en el que se pregona "la apertura de la temporada de caza, que durará todo el año, de los animales salvajes migratorios como los rumanos, los albaneses, los kosovares, los musulmanes, los talibanes, los afganos, los gitanos y los extracomunitarios en general".
No es extraño que, si un gobierno lidera la criminalización del diferente, en este caso del emigrante, los graciosos de turno inciten a su caza. Tan no es extraño que, en el caso que nos ocupa, sólo se conoce una denuncia oficial: la de la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL).
¡Atentos! porque no hace tanto se consideró bastante normal señalar al diferente odioso con estrellas o brazaletes

viernes, 16 de mayo de 2008

El cine

Los primeros recuerdos que tengo del cine tienen que ver con un salón casi, pero no del todo, cuadrado, con filas de bancos sin respaldo que nos permitían a los chiquillos saltar de una a otra y armar la marimorena siempre que lo que sucedía en la pantalla nos interesaba menos que la contienda de pandillas. Curiosamente la algarabía se interrumpía o al menos quedaba mitigada con la luz, cuando las pocas bombillas del local se encendían porque había que cambiar el rollo de película (un par de veces como mínimo) o porque, tras la ralentización de las imágenes y un sonido ronco y cada vez más confuso hasta parecer que se lo tragaba la misma pantalla, aquello se paraba porque la película se había quemado y teníamos que esperar a que la empalmaran.
El salón era nuestro doméstico Cinema Paradiso de Valverde: el "Salón San Fernando", por encima de las Escuelas Vicentinas, frente a la Iglesia. Si no recuerdo mal, tenía una sola entrada: un gran portón de doble hoja con un (no)umbral que daba directamente al salón, y por el que los chiquillos saltábamos ya en carrera para coger los bancos preferidos por cada pandilla. Las películas eran las del Gordo y el Flaco, las de Charlot o las de algún muchachillo vestido de comboy que suscitaba la emoción y los gritos de todos nosotros cuando, al final, podía con los malos; la maldad de éstos se adivinaba a cien leguas, porque bien que tenían caras de malos, y por eso nos empeñábamos entre todos en avisárselo al protagonista cuando nos parecía que iba a caer en la trampa: que no se fiara, que eran malos, que no, que no... ¡Menos mal que al final todo se solucionaba en medio de nuestro entusiasmo!
Con la edad, aparte de desaparecer el Salón San Fernando, el cine cayó en el terreno de lo prohibido por pecaminoso e incluso diabólico: Gilda, Arroz amargo... eran la tentación en persona, y el cardenal Segura y el párroco de turno se encargaban de advertir a las familias los peligros a que se exponían sus hijos, ahora ya, en el Cine de Zarza. Sólo de vez en cuando había sesiones para niños, pero las películas que de verdad nos atraían estaban prohibidas. Las pocas visitas, siempre como a escondidas, a los cines de Sevilla (la tarde en que acababan las vacaciones) tuvieron siempre el atractivo añadido de la transgresión.
En Salamanca, ya con dieciocho años, tuve la suerte de frecuentar uno de los cinefórums pioneros de España. Antes del pase de la película el presentador, bien documentado por lo general y aficionado sin duda, nos ilustraba sobre el director, la temática, la corriente cinematográfica, alguna eventual innovación técnica, etc. y, como colofón, se entablaba una discusión abierta sobre lo visto por todos, que resultaba no ser siempre los mismo. La iniciativa la llevaban adelante quienes luego lanzarían la revista "Film ideal". Y, como fácilmente se supondrá, la discusión frecuentemente derivaba en pretexto para hablar de cuanto el Régimen impedía. Por cierto, no puedo pasar por alto en este momento la iniciativa, cinéfila, cultural y política
a la vez, de mi amigo Manuel Eugenio con el cineclub de Valverde (donde, con ocasión de una malhadada visita mía por motivos médicos, me obligó a hacer de presentador de "El pequeño salvaje" de Truffaut).
Luego no me ha abandonado nunca la afición al cine, que mi mujer no ha hecho más que acrecentar con la suya propia. Por esa afición compartida somos asiduos del cineclub que tiene organizado el Ayuntamiento de Toledo.
Pues bien, el martes pasado le tocó el turno en el ciclo actual a la última película del prolífico Ken Loach, "En un mundo libre" (It's a free world, en su original inglés), que se llevó el premio al mejor guión en el Festival de Venecia de 2007. Todavía
, y es ya viernes, estoy bajo la impresión que me dejó esta obra de realismo crítico de Loach: mientras la mayoría vivimos un mundo de libertad y seguridades, muchos vienen a buscarlo sólo para asegurarse la supervivencia y se encuentran con una rueda de esclavitud de la que no es fácil escapar y que tiene atrapados también a muchos de los componentes del "mundo libre". Todo esto y más es capaz de plasmar (hacerlo plástico) Loach en tan sólo 90 minutos de una historia tan verosímil que uno se siente forzosamente parte de ella. Es el hechizo del cine. Es la virtud del artista. Mi apego al cine ha aumentado otro poco.


jueves, 24 de abril de 2008

El nuevo gobierno de Zapatero

Estuve viendo en TV la presentación que hizo Rodríguez Zapatero de su nuevo gobierno. Me gustó. O, mejor dicho, me gustaron las razones que adujo. Los medios han dado buena cuenta tanto de la noticia como de opiniones de unos y otros al respecto.
A mí lo que más me ha gustado -o lo que más quiero resaltar- de esta iniciativa de Zapatero no tiene que ver tanto con su condición de Presidente del Ejecutivo como con su calidad de Secretario General del Psoe, y se traduce en prescindir en el Consejo de Ministros de Jesús Caldera para encargarlo de la tarea de pensar y articular la política socialista del futuro. Y tampoco me interesa tanto la personalidad del señalado como el hecho de que el dirigente principal del Psoe aleje de las tareas de gobierno a alguien de su máxima confianza para dedicarlo a pensar, formular y plasmar en programas alternativas futuras de gobierno.
La acción de gobierno tiene intrínsecamente al menos dos limitaciones: una se refiere a la necesidad de solucionar los problemas del día a día, y la otra tiene que ver con la exigencia de dar respuesta a demandas ciudadanas en un plazo máximo de cuatro años, la duración de los mandatos establecida en España. La gobernación del día a día apenas deja tiempo para pensar más allá del momento, y el horizonte de cuatro años exige una planificación lo suficientemente meticulosa como para no perder tiempo innecesariamente. Ahora bien ni los hombres individualmente ni la sociedad en la que vivimos y que conformamos ni el tiempo histórico del que aquél y ésta son parte, se reducen a lo urgente ni tampoco se dividen en fracciones cuatrienales. Son un continuo y además en desarrollo.
¿Cómo acercarse a una solución plausible de la tensión entre las decisiones del hoy diario y los requerimientos del desarrollo deseable? Sólo hay una: dejar hueco, en cada momento, para atisbar el futuro, pensarlo e idear pasos para configurarlo de acuerdo con los ideales que nos mueven.
Personalmente viví un tiempo en el Psoe en que las reuniones en las Casas del Pueblo eran ocasión para confrontar entre todos las inquietudes que como ciudadanos entendía cada uno que preocupaban en los ambientes en que cada cada cual se movía; lo mismo se repetía, cada vez con características diferentes, en los niveles provincial, regional y federal o nacional. Había además grupos de adscripción voluntaria dedicados a temas específicos o sectoriales: los llamados "grupos federales", dedicados a diagnosticar específicamente los problemas de un sector determinado e identificar posibles remedios. Viví esta experiencia, en concreto, en el grupo federal de cultura y luego, más específicamente, en el de deporte. Puedo decir que en aquel entonces nadie sabía más que nosotros de las necesidades deportivas de los españoles, de lo que se hacía en esta materia en los países que nos parecían haber dado una respuesta aceptable al problema de las deseables iniciativas sociales y medidas de gobierno para impulsar y favorecer un cambio en beneficio de la mayoría. Cuando llegamos al gobierno en 1982 llevábamos muchísimas cosas pensadas, cotejadas con la opinión pública, cribadas y reducidas a un programa... ¡pero aquello daba -y ya era bastante- como mucho para ocho años! (Yo creo que realmente dio para cuatro).
A los gobiernos les queda poco tiempo para pensar el futuro, e incluso es posible que a muchos de sus responsables les moleste el recuerdo de que el mundo no se acaba con sus mandatos.
Tanto mayor es la satisfacción que sentí al oír a Zapatero la razón por la que había prescindido de Caldera: para que se dedicara a organizar el pensamiento sobre el futuro. Saldremos ganando todos, pero sobre todo mi nieta Leonor y los de su edad. ¡A ver si saben hacerlo!

sábado, 19 de abril de 2008

¡Las vueltas que da la vida! ¡El crucifijo!

El gallinero se ha alborotado estos días, como es normal, porque las ceremonias de toma de posesión de los nuevos cargos, de por sí civiles, se veían presididas por crucifijos y otros símbolos religiosos. El catedrático Julián Casanova publica hoy en El País un ilustrado e ilustrativo artículo sobre los porqués históricos de las relaciones Estado Español-Iglesia Católica plasmadas en ello.
Pero ¡las vueltas que da la vida!, pensaba yo mientras lo leía. La fe judía apareció y se perfiló cada vez más en su entorno cultural, universalmente religioso, como una fe atea, es decir como una creencia "sin dioses". En medio de un mundo donde los dioses tenían cada uno su efigie, su representación (lo que la Biblia llamará "ídolos"), la fe judía se niega a cualquier representación del suyo. Tan sin dioses que el dios en el que los judíos creían no se podía ni nombrar, pero no porque fuera malo nombrarlo sino porque no tenía nombre. Por lo que sabemos, para entenderse de algún modo se sintieron obligados a buscar una forma de referirse a él, y, en una lengua de raíces trilíteras, acudieron a un tetragrama, yhwy (en nuestras lenguas, según las vocales que se le pongan, lo leemos como "yavé" o "yeová"), sobre cuya traducción los expertos dudan: "el que es", "el que sea", "el no importa quién"...
Lo que sí es cierto es que este innombrable tampoco es imaginable, es decir no se puede representar. De modo que ¡caso insólito! la fe judía (y cualquiera derivada de ella) es por definición a-icónica, rechaza la posibilidad de representar mediante iconos al que no puede ni siquiera nombrar.
Pero ¡cosa más insólita aún! esa misma fe judía hace una excepción a ese su ateísmo: en un entorno dominado por la religión elabora su propia mitología de los orígenes y se imagina la creación del mundo siguiendo los días de la semana. Considera que todo va saliendo bastante bien; pero al final se da cuenta de que ¡falta un dios que presida todo aquello! Y entonces atribuye al Creador esta decisión: "Hagamos al hombre como imagen nuestra". Y concluye: "E hizo al hombre como su imagen. Como su imagen lo hizo".
Normalmente nos lo han traducido como "a imagen y semejanza de (Dios)"; pero el texto hebreo es claro: el hombre (constituido en) imagen (la única) de Dios.
Es la única imagen del innombrable que admite la fe judía: el hombre, el ser humano.
Al judío Jesús de Nazaret, por lo que sabemos, nunca se le ocurrió fundar una religión. Es más: los únicos contactos suyos conocidos con el mundo religioso de su entorno fueron tormentosos.
Si me lo imagino de alguna manera, lo veo hoy protestando contra los crucifijos y defendiendo, si acaso, que esas ceremonias las presidiera quien representa la voluntad de los hombres, o sea la Constitución.


martes, 8 de abril de 2008

La vocación

En español, según el DRAE, nos referimos a la vocación para hablar, en primer término, de la "inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión". Me llama la atención que el Diccionario de nuestra lengua haga suyo, como el significado más propio del vocablo, el sentido religioso del mismo. Pero así es, sin duda porque así son las cosas en la cultura de la que los académicos no son más que testigos. Sólo en su tercera acepción, coloquial, se define la vocación como "inclinación a cualquier estado, profesión o carrera". He mirado a ver qué es "vocation" para un inglés, y me sale que con ella se refieren, más llanamente, a "the particular occupation for which you are trained".
De siempre recuerdo haber oído contar en mi familia, especialmente a mi abuela, que, estando mi madre todavía en la cama tras haberme parido, llegaron a visitarla las Hermanas de la Cruz y ella las recibió toda contenta: "Hermana Pureza ¡ha nacido el obispo!". El obispo, aunque no me había dado tiempo, era yo. Nacimos juntos, mi vocación y yo.
Luego todo fue coser y cantar: ni a nadie de los que me rodeaban se le ocurrió nunca mostrarme otros horizontes ni sentí yo jamás la necesidad de descubrirlos. La vocación me acompañó desde siempre y yo la hice mi compañera de buena gana.
Todo encajaba a la perfección: primero, el Colegio de las Salesianas dirigido por Sor Vilches, una monja que siempre se refería a mi madre llamándola "buena o santa"; de este colegio sólo recuerdo haber sido feliz, si dejo aparte algunos cabreos desorbitados de Sor Esperanza, nuestra maestra, que un día le despegó a mi hermano Manolito la oreja por la que estaba levantándolo, o las veces en que se mostraba excesivamente deferente o incluso zalamera con Patricio el del Pavo o con Rafaelín Fleming, no por los méritos de estos compañeros sino por los bienes que a las monjas les podían venir de las familias de ambos. Luego, la visión de mi madre, muerta al nacer mi último hermano, a la que, a punto yo de cumplir los nueve años, entré a despedir con mis hermanos mayores, Diego y Manolita: en el féretro, vestida de Hermana de la Cruz. Después, la Preceptoría, un colegio en el local de las llamadas Escuelas Vicentinas donde uno de los curas de la Parroquia preparaba para entrar en el Seminario, del que se encargaba en aquella época D. José Romero: confesor de mi madre, me imbuyó siempre la idea de que había muerto como una mártir por tener "los hijos que Dios había querido" (diez partos). A continuación el Seminario Menor de Sevilla, que estaba en Sanlúcar de Barrameda, de donde conservo los mejores amigos de mi vida a pesar de estar prohibidas en él "las amistades particulares". Siguió el Seminario Mayor, en Sevilla, en el Palacio de San Telmo, donde me introduje(ron) en una forma de estudiar, la llamada Escolástica, en la que la motivación no es indagar sino directamente aprender "tesis" construidas por otros, siempre para rebatir (apologética) lo que han dicho unos "adversarii" que nunca conoces por sus propias palabras sino por la versión que de sus palabras te ofrece el oponente que los considera equivocados, como demuestra a continuación exponiendo los argumentos, a ser posible en forma de silogismos, que sostienen la tesis por él defendida. En Sevilla, entre los dieciséis y dieciocho años, se me multiplicaron los intereses, los amigos, las inquietudes, las lecturas, pero la vocación siguió incontaminada.
Pasé a estudiar Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. Me encaminaba al obispado, o así lo entendía mi abuela. Pasar del Seminario de Sevilla a la Universidad de Salamanca con gente de toda España, de Sudamérica, irlandeses, frailes de todo tipo que yo no había visto en mi vida, profesores de toda clase (casi todos, eso sí, ortodoxos y franquistas) fue mucho más estimulante y sugestivo que pasar de Valverde a Sevilla.
Mi vocación me llevó a ser cura a los veintidós años. Me aproximaba al obispado deseado por mi madre. Pero con el curato llegaron los problemas. Un par de "sucedidos" que la memoria, caprichosa y selectiva siempre, no deja de traerme al presente:
El Obispo de Huelva me mandó de cura (curilla, más bien) a un precioso pueblecito de la Sierra de Aracena, donde estuve un curso escolar, de septiembre a junio. Era norma que las cosas de la iglesia no estaban hechas para los varones, que, además, te lo decían claramente. Pero al acercarse la "Pascua florida" la cosa cambió, pareció que a todos los hombres del pueblo y de los pueblos de alrededor les entró una urgencia piadosa incontenible. Los curas vecinos nos tuvimos que echar una mano unos a otros y hacer horas extra para confesar en un par de días a todos, y en una de ésas llegó a mi confesionario la autoridad militar, o sea, el comandante del puesto de la Guardia Civil de un pueblo: "Dígame".- "No; yo es que vengo a confesarme porque así lo manda el Reglamento del Cuerpo".
Al final del dicho curso el Obispo me mostró su deseo de que me fuera a ampliar estudios a Roma. "¿Y qué le gustaría a usted estudiar?".- "Pues yo lo que quiero estudiar es Escrituras, Sagradas Escrituras, Biblia".- "¿Biblia? ¿Y para qué le va a servir eso? ¡Estudie Derecho, hombre!¡Derecho para su carrera! Pero, en fin, usted verá". Me fui a Roma a estudiar Ciencias Bíblicas.
De esta manera, resumida en estos dos "sucedidos", empezamos a alejarnos la vocación y yo. Un alejamiento ya sin remedio. Se interpuso la Biblia. Pero, en fin, éste es otro cantar. Y tal vez otro post.

martes, 25 de marzo de 2008

Mi nieta y la muerte

Es una doble paradoja: referirme a la muerte cuando está a punto de explotar la primavera, y hacerlo relacionándola con mi nieta Leonor, que con sus tres años y tres meses no es más que vida. Pero para ella el que la gente se muera empieza a formar parte de la vida que va conociendo. Y lo hace con toda naturalidad. Su abuelo o sus abuelas comen, duermen, juegan con ella y se mueren. Sin más.
El otro día estábamos charlando (porque habla por los codos), y me larga:
-"Yo tengo dos abuelas, y también tenía dos abuelos; pero el padre de mi papá se murió, y ahora tengo un abuelo solamente. Y cuando tú te mueras, ya tengo cero abuelos".
O, en otro momento:
-"Abuelo, yo voy a cumplir cuatro años, ¿y tú cuántos años tienes?
-"Yo, sesenta y ocho", y entonces tengo que ir contando con ella, a partir del veinte -hasta donde llega sola- introduciéndole las decenas: "veintinueve y... treinta, treinta y uno...", sigue otra vez sola. "Treinta y nueve y... cuarenta, cuarenta y uno...". Hasta que llegamos a los "y... sesenta y ocho".
Y ella concluye: "Y luego ya te mueres".
O sea que la palabra muerte o morir forman ya parte de su vida y así lo dice. Por la forma en que los utiliza, se advierte claramente que estos términos son parte del mundo que va descubriendo exactamente igual que "cero", "diez" o "sesenta y ocho".
Va tomando posesión del mundo a través de la palabra, y las gentes existen para ella tanto si las tiene delante como si están muertas.
De la misma manera, tiene necesidad de que los seres que va descubriendo en los cuentos, si son malos, tengan una réplica buena:
-"¿Y este dragón es malo? ¿Y por qué es malo? ¿Y dónde está el dragón bueno?"
Me impresiona también la capacidad que tiene de vivir a la vez en varios planos:
-"Abuelo, vamos a jugar". Echa una carrera y vuelve: "Venga, tú eres Blancanieves, y yo el Príncipe", me dice.
-"¿Yo Blancanieves?"
-"Sí, venga -dice correteando-; toma esta manzana" (ahora es la Madrasta convertida en bruja).
Hago que le doy un bocado a la manzana y empiezo a sentirme mal. Me echo en la cama.
-"¡¡¡¡No, abuelo!!!!; ¡te tienes que caer muerto!"
Repito el gesto y me caigo enseguida en la alfombra. Y entonces llega ella y me da un besito en la mano. Me despierto. Ahora yo soy ya el Príncipe que la lleva a ella, convertida en Blancanieves, al parque del Palacio, que a su vez alberga los juegos de los parques toledanos que ella frecuenta. Y así.
Con mi nieta aprendo a vivir de nuevo.


Rafael el de la Fonda

[Esta entrada fue publicada originalmente el pasado domingo, pero por problemas con el botón de "comentarios", la eliminé y la he vuelto a poner en blogger en la fecha actual. Fue una recomendación de Zapateiro, mi experta particular]
Todos los días como éste, domingo de resurrección, me vienen a la memoria unas cuantas vivencias. No podía ser de otra manera, porque, por ejemplo, un domingo de resurrección me casé, aunque para la celebración familiar del hecho nos fijemos más en el día aniversario, 11 de abril (1971), que en la fiesta de la resurrección.
Pero hay un recuerdo que apunta directamente a lo que se considera el meollo de estas fiestas. Se condensa en una enorme explosión, en un trabucazo, en un tiro en toda regla que sonaba desde uno de los balconcillos del altar mayor de la iglesia de mi pueblo, cuando, en la tarde-noche del sábado santo el cura entonaba el gloria. "Gloria...", ¡cañonazo! desde aquel balcón que retumbaba con fuerza en toda la iglesia, y los niños nos volvíamos locos mostrando una alegría que se imponía grande y urgente: se abría de par en par un velo enorme, marrón o negro, que cubría el altar mayor; aparecía más iluminado que de costumbre, por el contraste, el colorista retablo presidido por la Virgen del Reposo; las campanas de la torre, todas a la vez, sonaban como nuevas, y los niños, y quiero recordar que algunos mayores también, hacíamos sonar a placer los collares de campanillas o las campanilla sueltas y algún cencerro que llevábamos preparados. Ya se podía cantar. Había vuelto la felicidad que se llevara dos días antes la muerte.
Pues bien, el desencadenante de todo aquel follón tenía un nombre: se llamaba Rafael Mora, y era generalmente conocido por Rafael el de la Fonda o Rafael el Practicante, lo primero, supongo, por funciones de la familia, y lo segundo, sin duda, por su profesión.
Para mi niñez este hombre no tenía edad, es decir, lo conocí siempre igual, con la misma energía y yo creo que casi con la misma ropa, excepto cuando se ponía de traje solemne. Era un malo entrañable: de mediana estatura pero corpulento, con una mirada que parecía obedecer a la furia y delataba a la vez cariño, con un vozarrón considerable pero no estridente, entraba con sonoras zancadas en mi casa de la Calleja y desde la puerta ya venía gritando "¿Dónde está el mariquita que hay que pinchar?" Era como para huir, pero luego te dejaba acompañarlo en su rito siempre idéntico: destapaba el estuche con la jeringa, ponía la tapadera en la mesa y sobre ella depositaba, empapado en alcohol, un pellizco del algodón que había sacado mi abuela, y le prendía fuego con el mechero; con unas tijeras que -¡magia de las magias!- se quedaban fijas prendiendo una de las paredes del estuche desinfectaba jeringa y aguja. Cuando aquello empezaba a estar, te mandaba bajar los pantalones y te advertía que no fueras a llorar como una chiquilla. Plaf, plaf, plaf, dos o tres golpes en la nalga con el borde de la mano y te dejaba clavada la aguja con toda su pericia (y, otras veces, con menos). El dolorcillo en la nalga y el olor a alcohol quemado acompañaban su despedida.
Rafael, aparte de sus secretos personales -que seguro que tendría más de uno-, tenía su taller secreto también, y en él era una especie de demiurgo capaz de los milagros más preciados. Hacía, por no dar más rodeos, unas trompas con puya de acero capaces de bailar como ninguna y de aguantar como las primeras los picotazos de otras si su dueño perdía. Y los mejores cristaleños no tenían nada que hacer frente a un buen bolinche de mármol hecho por Rafael. En este sanctasactórum particular me colé yo un día con la connivencia de sus hermanas para pedirle no sé qué, y lo encontré en plena faena que él me explicó: estaba cargando unos cartuchos de fogueo, con mucha pólvora y unos tacos especiales, para el tiro del inminente sábado santo. Era él, pues, quien desencadenaba toda la algarabía que daba fin a la Semana Santa de Valverde. Suya era la escopeta y suyos los cartuchos. Mientras me lo contaba, sus ojos parecían campanillas.
De chico siempre oí susurrar a mi abuela y su gente que, cuando mi madre estaba muriendo en la Clínica por la hemorragia, el primero que ofreció su sangre -"¡Con lo bruto que parece!"- fue Rafael el de la Fonda.


sábado, 15 de marzo de 2008

Bloguear

Uno de estos días leía yo un interesante artículo sobre los cambios en valores y cultura que la expansión de internet está provocando entre nosotros, especialmente entre los más jóvenes: en España más del 85% de los jóvenes de 10 a 15 años utiliza regularmente el ordenador y se conecta a la red informática mundial, y más de un 35% de la gente entre 16 y 24 años cuelga contenidos en ella. "Esta generación -concluye la autora del artículo-, que ha hecho de la Red una forma de ser y relacionarse, comparte, coopera, crea y difunde sin esperar nada a cambio".
Y es verdad. Tal generosidad la había percibido ya en la práctica de mi gente más querida y más joven: mis hijos Alberto, el pequeño, y Jerónimo, el mayor, mantienen desde hace tiempo sus blogs; también mis hermanos más jóvenes, Francisco Javier y Andrés, alimentan los suyos sin pedir nada a cambio; y el mismo afán de compartir entreveo en otros familiares cercanos como Marcos, Rocío y Nani. A los blogs tengo que agradecer, en fin, descubrir, entre otras cosas, los entresijos personales de paisanos que, como Manolo Cayuela, Ana o Teresa, me descubren un Valverde que la vida entera de la revista "Facanías" ha sido incapaz de desvelarme.
Internet ha sido para mí hasta ahora, básicamente, tres cosas: fuente de información, servicio postal y oficina o tienda virtual. Y en los tres casos, con una eficacia imposible de imaginar antes de experimentarla: http://www.politicalresources.net me permite acceder frecuentemente a la vida (organización política, social y administrativa y medios de comunicación) de prácticamente todos los países del mundo, disfruto desde hace tiempo con los textos literarios que trae a mi mesa de estudio http://www.cervantesvirtual.com o sacio necesidades o simples curiosidades lingüísticas con http://www.yourdictionary.com, por no citar más que tres herramientas cuya utilidad no dejo de admirar y bendecir desde hace años. Y no tengo necesidad de hacer mención expresa de la magia de los buscadores como Google. La función postal la aprovechamos todos como algo ordinario. No voy a cantar sus excelencias; sólo me resisto a que mi buzón de correo electrónico no merezca al menos el mismo respeto que el de correo de papel, y reciba más circulares, anónimos y propaganda de lo que soy capaz de tolerar. Finalmente, poder viajar, obtener la cita con el médico o comprar sin tener que perder el tiempo fuera de casa o sin hacer colas es para dar saltos de alegría.
Pero en el blog se trata de "compartir, cooperar, crear y difundir sin esperar nada a cambio", es decir, de seguir la senda de los más jóvenes. Es un riesgo, como es frecuente en las cosas de juventud. Escribió Montaigne que "la mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien la escucha". Soy consciente de ello; pero me refugiaré en las advertencias que el mismo autor hacía al lector de sus Ensayos: "Este es un libro de buena fe. Te advierto desde el inicio que el único fin que me he propuesto con él es doméstico y privado... Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez que me hayan perdido -cosa que les sucederá pronto-, puedan reencontrar algunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el conocimiento que han tenido de mí".
Con tales propósitos y precauciones inicio este log, este cuaderno o registro, con que compartir con otros la enredosa navegación por la tela de araña o web en la que todos andamos afortunadamente atrapados.