martes, 25 de marzo de 2008

Rafael el de la Fonda

[Esta entrada fue publicada originalmente el pasado domingo, pero por problemas con el botón de "comentarios", la eliminé y la he vuelto a poner en blogger en la fecha actual. Fue una recomendación de Zapateiro, mi experta particular]
Todos los días como éste, domingo de resurrección, me vienen a la memoria unas cuantas vivencias. No podía ser de otra manera, porque, por ejemplo, un domingo de resurrección me casé, aunque para la celebración familiar del hecho nos fijemos más en el día aniversario, 11 de abril (1971), que en la fiesta de la resurrección.
Pero hay un recuerdo que apunta directamente a lo que se considera el meollo de estas fiestas. Se condensa en una enorme explosión, en un trabucazo, en un tiro en toda regla que sonaba desde uno de los balconcillos del altar mayor de la iglesia de mi pueblo, cuando, en la tarde-noche del sábado santo el cura entonaba el gloria. "Gloria...", ¡cañonazo! desde aquel balcón que retumbaba con fuerza en toda la iglesia, y los niños nos volvíamos locos mostrando una alegría que se imponía grande y urgente: se abría de par en par un velo enorme, marrón o negro, que cubría el altar mayor; aparecía más iluminado que de costumbre, por el contraste, el colorista retablo presidido por la Virgen del Reposo; las campanas de la torre, todas a la vez, sonaban como nuevas, y los niños, y quiero recordar que algunos mayores también, hacíamos sonar a placer los collares de campanillas o las campanilla sueltas y algún cencerro que llevábamos preparados. Ya se podía cantar. Había vuelto la felicidad que se llevara dos días antes la muerte.
Pues bien, el desencadenante de todo aquel follón tenía un nombre: se llamaba Rafael Mora, y era generalmente conocido por Rafael el de la Fonda o Rafael el Practicante, lo primero, supongo, por funciones de la familia, y lo segundo, sin duda, por su profesión.
Para mi niñez este hombre no tenía edad, es decir, lo conocí siempre igual, con la misma energía y yo creo que casi con la misma ropa, excepto cuando se ponía de traje solemne. Era un malo entrañable: de mediana estatura pero corpulento, con una mirada que parecía obedecer a la furia y delataba a la vez cariño, con un vozarrón considerable pero no estridente, entraba con sonoras zancadas en mi casa de la Calleja y desde la puerta ya venía gritando "¿Dónde está el mariquita que hay que pinchar?" Era como para huir, pero luego te dejaba acompañarlo en su rito siempre idéntico: destapaba el estuche con la jeringa, ponía la tapadera en la mesa y sobre ella depositaba, empapado en alcohol, un pellizco del algodón que había sacado mi abuela, y le prendía fuego con el mechero; con unas tijeras que -¡magia de las magias!- se quedaban fijas prendiendo una de las paredes del estuche desinfectaba jeringa y aguja. Cuando aquello empezaba a estar, te mandaba bajar los pantalones y te advertía que no fueras a llorar como una chiquilla. Plaf, plaf, plaf, dos o tres golpes en la nalga con el borde de la mano y te dejaba clavada la aguja con toda su pericia (y, otras veces, con menos). El dolorcillo en la nalga y el olor a alcohol quemado acompañaban su despedida.
Rafael, aparte de sus secretos personales -que seguro que tendría más de uno-, tenía su taller secreto también, y en él era una especie de demiurgo capaz de los milagros más preciados. Hacía, por no dar más rodeos, unas trompas con puya de acero capaces de bailar como ninguna y de aguantar como las primeras los picotazos de otras si su dueño perdía. Y los mejores cristaleños no tenían nada que hacer frente a un buen bolinche de mármol hecho por Rafael. En este sanctasactórum particular me colé yo un día con la connivencia de sus hermanas para pedirle no sé qué, y lo encontré en plena faena que él me explicó: estaba cargando unos cartuchos de fogueo, con mucha pólvora y unos tacos especiales, para el tiro del inminente sábado santo. Era él, pues, quien desencadenaba toda la algarabía que daba fin a la Semana Santa de Valverde. Suya era la escopeta y suyos los cartuchos. Mientras me lo contaba, sus ojos parecían campanillas.
De chico siempre oí susurrar a mi abuela y su gente que, cuando mi madre estaba muriendo en la Clínica por la hemorragia, el primero que ofreció su sangre -"¡Con lo bruto que parece!"- fue Rafael el de la Fonda.


1 comentario:

Doria dijo...

Las tijeras, a veces, inesperadamente aparecían colgando de la oreja de alguno de nosotros y ¿cómo zafarse de ellas?
Fué, tambien, Rafael, contraguía del paso del Señor del Santo y especialmente del paso de La Soledad con Juan Domínguez "Candido" de capatáz.
Un abrazo
Doria