lunes, 17 de noviembre de 2008

Las bodas de mis hijos

Hace un par de noches llegué de la boda del hijo de un amigo. Todo resultó, como dijo luego e indujo a decir a una concursante la presentadora de Se llama copla –ese programa de la tele andaluza que me gusta casi tanto como me impacienta-, "muy reconfortable". Pero -¡no hay quien mande en la cabeza!- entre ceremonia y copas, platos y charlas, estuve dándole vueltas a las bodas de mis hijos, dos de ellos presentes entre los amigos de los novios.
Hace unos cuarenta y cinco años vino a verme una pareja: el hombre, muy joven, bastante alocado y dado entonces a la aventura, se había embarcado un buen día rumbo a Brasil con idea de comerse el mundo; si no todo, el que le dejaran. En el barco conoció a una de las bailarinas del espectáculo de a bordo que, más avisada, se lo comió a él. Y cuando desembarcó, se encontró prácticamente casado ¡con todas las de la ley! Vamos, canónicamente. Aquel matrimonio duró lo que había durado su ilusión de libertad.
De vuelta ya a España, al cabo de los años se enamoró de la mujer que lo acompañaba. Para ella era el hombre –primero y único- de su vida, y ella para él, el amor que tal vez imaginó que encontraría saliéndose de la estrechura de su entorno familiar. Para los padres, él había encontrado por fin a una mujer buenísima y sentado la cabeza, y ella había dado con un hombre bien situado y formal, con todo el mundo por correr ya recorrido.
Pero, me decían quienes después de contarme todo eso eran ya mis amigos, no podían casarse, porque en aquella España de los años sesenta él figuraba como casado en todos los libros fehacientes, ni tampoco querían dar a sus padres el disgusto de vivir amancebados. Buscamos una solución: la misma Iglesia me había enseñado que la "materia" del sacramento del matrimonio era el amor y que por eso sus oficiantes eran los propios novios. Así que, como allí había amor bien templado, busqué el marco adecuado –un templo-, fijamos una fecha y en el día señalado celebramos una boda por todo lo alto, cura (yo), lógicamente, incluido. ¡Y hasta hoy!
Años más tarde traté a un hombre, verdaderamente desgraciado a juzgar por los relatos de su vida que el propio interesado ofrecía, que, católico hasta por sangre, andaba en pleitos por deshacer el "vínculo" canónico de un matrimonio cuya raíz no había sido más que una "ignorancia invencible", según dictaminó al final la Rota.
Por último, conocí en el mundo editorial a un amigo a quien su comunidad de vecinos, con el celo que caracteriza por doquier a esta especie de senados populares en los barrios con visos de ascenso social y los hacía notables sobre todo en Madrid, había denunciado junto con su compañera por "amancebamiento". Y andaba buscando alojo en barrios de menos fuste y más comprensión. En efecto, en el católico franquismo las queridas sí podían admitirse, porque el pecado al que lleva la comprensible flaqueza de la carne se perdona, pero maltratar públicamente la santa institución del matrimonio (y la familia), eso, no.
Con estas premisas a mi mujer y a mí nos han resultado del todo naturales las bodas de nuestros hijos: el uno se casó, creemos, desde el mismo día en que vino impresionado de la universidad porque se había fijado en los ojos de una compañera (y no me extrañaría que ella, espabilada, hubiera reparado ya antes en los de él), que le borraron para siempre las escasas ganas que lo habían llevado a los libros de Derecho; la otra, con las chispas que parece que caldearon un viaje estudiantil a zonas más frías y de aguas embravecidas en España; y el tercero, porque se derrumbó ante la ternura y cercanía de unos torpes pasos de baile que se le habían antojado imposibles. Los tres viven en compañía cada cual de la persona que quieren y porque se quieren, es decir porque día a día vienen oficiando su matrimonio, desde hace ya más años de los que duran hoy estadísticamente los matrimonios oficialmente indisolubles.
Hay una característica casi tautológica de la sociedad libre que me gusta sobre todas: la posibilidad de practicar la libertad individual con lo que ésta conlleva de responsabilidad y compromiso; y, consecuentemente, en su organización jurídica y política, la progresiva reducción de las instituciones convenidas para acercarse al mínimo estimado necesario para la expansión individual.
A veces siento que los que así pensamos no acabamos de dar con formas nuevas de celebrar juntos los grandes momentos de la vida personal de quienes queremos. Quizá, pienso yo, haya que deconstruir las formas más tradicionales y multiplicar los momentos de alegría compartida. O sea: ¡más juerga y más cariño a diario!