miércoles, 16 de junio de 2010

El restallo

Me contaban de chico que Gilberto el barbero, un hombre descreído, la primera persona de mi pueblo que supe que habían enterrado en el "cementerio de los ingleses" (así llamaban al pequeño cementerio de "los malos" a las afueras del cementerio de verdad), que Gilberto, digo, discutía con su mujer sobre el nombre que iban a ponerle al hijo que estaba a punto de nacer. "Pues mira, si nace para San José le ponemos José; si para San Fernando, Fernando; si para San Antonio, Antoñito..."- "¿Y si nace para el Corpus?". Gilberto se quedó pensando: "Pues si nace en el Corpus, le pondremos Restallo".
El día del Corpus tenía en mi pueblo para los chiquillos de entonces connotaciones que nadie enlazaría con disquisiciones litúrgicas ni teológicas. Dos sobresalían entre las demás: una era estrenar la ropa nueva, o arreglada ("Las blusas le han quedado a los niños como nuevas"), para el ya casi verano; y la otra, el disfrute con los restallos: de los mayores, haciéndolos y enseñando a hacerlos y a restallar con ellos, y de los más pequeños, luciéndolos y aprendiendo.
El suelo de las calles por donde iba a pasar la procesión aparecía aquella mañana tupido de plantas aromáticas y también, sobre todo, de juncias y juncos. Nada más pasar la procesión, y a veces antes, los chiquillos nos abalanzábamos a coger juncias (mejor que los juncos, porque son más flexibles) y con un buen manojo de ellas buscábamos a quien supiera hacer un restallo: se comenzaba atando el manojo por la parte más blanca (la más jugosa) como a unos diez centímetros del inicio del tallo, y se las trenzaba bien prietas, si eran nueve juncias,
por ejemplo, de tres en tres; se ataba el extremo formado por las puntas, y los inicios de los tallos, que habían quedado sueltos, se doblaban hacia afuera formando una empuñadura en torno a la la atadura hecha. Después de unos cuantos estirones aquello estaba listo para restallar, es decir, para hacer el estallido típico de un latigazo, y también para dar latigazos propiamente dichos. Era un disfrute aquel instrumento que en Valverde conocemos por "restallo".
Estos días atrás me he acordado mucho del restallo. Donde ahora vivo, en Toledo,
el Corpus tiene una gran tradición (hasta donde toda tradición puede ser grande) . Y, como sucedía en Valverde, la acompañan costumbres que nadie relacionaría con norma litúrgica o creencia teológica alguna. Las que yo recuerdo de mi pueblo -la del restallo, la de los estrenos de verano, ni ninguna otra, de chicos o de mayores- no salían en los periódicos ni en la radio ni en la televisión (que no existía). Pero las connotaciones del Corpus de Toledo son totalmente distintas de aquéllas de mi infancia y de mi pueblo: se refieren, por ejemplo, al eventual desfile de Isabel Tocino (hablo de casos pasados) o Blas Piñar o el Duque de Cádiz con la Cofradía Internacional de Investigadores o con el Capítulo de Caballeros Mozárabes o con el de los Infanzones de Illescas o con el de Caballeros del Santo Sepulcro, o a qué personalidades van a contemplar el espectáculo desde un balcón de la Delegación del Gobierno, etc. y, además, son sobre todo ellas (junto con la parte de la homilía del arzobispo contra el Gobierno, si es el Psoe el que lo ocupa) el tema preferido, antes o después, de la prensa, la radio y la televisión. Supuestamente, por tanto, es lo que más interesa del Corpus de Toledo a la opinión pública.
Una de esas connotaciones destacables y llamadas "tradicionales" del Corpus toledano es la presencia de los militares de la Academia de Infantería en la procesión y lo que la rodea: con las salvas de honor, vestidos de gala, cubriendo carrera, rindiendo armas y, al final
, desfilando.
Este año
la vanguardia toledana ha agitado las aguas cuanto ha podido en torno a ciertos detalles de esa presencia. Y cuando algo preocupa a la ciudadanía -como demostraría el hecho mismo de que aparezca publicado- el político que se precie debe hacerse eco de ello; si es listo, nunca intentando cambiar, reconducir o poner contrapunto a la opinión publicada, sino, justamente, remachándola, enalteciéndola y, si hiciere falta, cimentándola en bases supuestamente serias. En esta región hay dirigentes políticos de todo tipo, y también, claro está, listos. Así que el Presidente de la Comunidad Autónoma votado por mí, José María Barreda, anunció un par de días antes, para tranquilidad de nuestras conciencias, que había hablado con la Ministra de Defensa y que los militares de la Academia rendirían honores "al Santísimo" con su sable y todo; y el Alcalde de la Ciudad, Emiliano García-Page, votado por mí también, al hacer balance de la fiesta se sintió en la necesidad de tachar al Gobierno de Zapatero (secretario general de su mismo Psoe) de "imprudente" (por crear problemas donde no los hay) y "cambiante" en sus actuaciones.
Es lógico que me haya acordado tanto estos días del descreído barbero valverdeño Gilberto. Porque no quiero ni imaginarme a Barreda o García-Page defendiendo que, a falta de un santo del día, al niño nacido para el Corpus en Toledo hubiera que ponerle de nombre "Sable".

sábado, 12 de junio de 2010

Mi abuela y las ánimas benditas

Mi abuela tenía un despertador enorme, de aquellos niquelados con timbre de repiqueteo imposible de esquivar, que llevaba consigo a todos los sitios de la casa: a la cocina, a vestirse en su cuarto, a arreglarse en el enorme "salón" donde estaban el lavabo y el armario de batalla, la entrada a la despensa y el lugar donde podíamos jugar a lo que fuera sin molestar a los mayores, sobre todo a la hora de la siesta. Siempre llevaba aquel reloj con ella, pero para despertarse tenía otros recursos.
"Niño, me explicaba, lo mejor para despertarse son las ánimas benditas". Yo la miraba, mientras empezaba ya a sentir las cadenas que llevaban a rastras las almas en pena. Y ella seguía: "Pero nunca digas 'ánimas benditas, despertadme a las seis', sino 'ánimas benditas, que mañana me despierte a las seis', porque, si no, ellas vienen y te llaman para despertarte, y se puede pasar mucho miedo con sus ruidos".
La hora para la que ella hacía su encargo no eran las seis sino antes, quiero recordar que las cinco. Cuando me llamaba a mí para que la acompañara a la "misa de alba", ya ella se había lavado y había encendido el anafe y puesto a hervir el puchero con agua para dejar hecho el café (cebada tostada) para el desayuno. Y normalmente llegábamos a la iglesia como mínimo un cuarto de hora o diez minutos antes de la misa, que empezaba a las seis de la mañana.
El reloj de la torre, casi la única iluminación segura en aquellas oscuras noches de invierno, nos confirmaba la puntualidad con que las ánimas cumplían su cometido. Así parecía querer subrayármelo mi abuela cuando nos acercábamos al pie de la torre. Aunque no siempre era así. En más de una ocasión nos extrañó no encontrarnos con nadie en el camino desde casa a la iglesia; cuando llegábamos a ver el reloj de la torre éste marcaba claramente los minutos que tenía que marcar, pero de una hora antes. "¡Qué raro que no se vea a nadie!".- "Abuela, ¡pero si no son ni las cinco!". Las ánimas benditas se habían equivocado, y mi abuela se volvía a casa refunfuñando nunca supe contra quién o qué, porque la culpa no podía ser de las ánimas.
Probablemente las ánimas para mi abuela fueran todas parientas, porque recitaba muchos de sus nombres como algo natural. Empezando por papá Juan y mamá Rosario, sus padres, siguiendo por "mi Daniel" (su marido y abuelo mío, a quien yo no conocí) y acabando por "mi Dolores" (su hija y madre mía). Y para dar fe de la cantidad de influencias que tenía en el otro mundo, relataba a qué edad se puso el primer luto, que seguía siendo el mismo con que la conocíamos; y, con la misma lógica, afirmaba haber encontrado ahí la fuerza para sacar adelante, primero, a sus hermanos, luego a sus hijos, y ahora ya a sus nietos, haciendo todo tipo de trabajos para arrimar el pan a su casa, y sólo se quejaba de haber tenido que aguantar malas palabras una vez que estuvo vendiendo en el mercado.
Se llamaba Manolita, Manolita Valero; y sus hermanos la llamaban "chacha", y venían a verla a casa puede decirse que todas las semanas, aunque algunos de ellos lo hacían prácticamente a diario. Entre todos vigilaban que los "niños" no nos desviáramos. Pero también nos sentíamos queridos.