domingo, 25 de abril de 2010

Samaranch



En un post anterior hice ya referencia a mi vinculación con el deporte y, más en concreto, con la política deportiva española.
No me resisto a relatar el comienzo formal de esa relación, porque sus detalles son ilustrativos de lo difuminado y confuso que fue a veces el tejido de nuestras vidas en el tardofranquismo, por más que hoy se nos antoje de contrastes nítidos entre blancos y negros o, mejor dicho, entre rojos y azules.
Trabajé en una editorial, Círculo de Amigos de la Historia, donde, por razones que no vienen a cuento, repartíamos trabajo a bastante gente del rojerío capacitada para la escritura y necesitada de pelas con que tirar adelante con sus estudios u otros proyectos personales: fue el caso, por poner algunos ejemplos, de Nicolás Sartorius, Santos Juliá o Roberto Mesa. Luego dejé la editorial y me dediqué a mi futuro trabajando en casa, básicamente haciendo traducciones. Me ayudaron entonces algunos de los que yo había ayudado antes.
Fue así como contacté con Alberto Méndez, el que sería autor de "Los girasoles ciegos", libro de relatos que le mereció póstumamente el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Alberto, de izquierdas por familia y por convicción, tenía mando en el área de edición, bajo las órdenes del falangista y luego senador del PP Juan van Halen, en la editorial Doncel, que era la editora oficial de la Delegación Nacional de la Juventud dependiente de la Secretaría General del Movimiento. Sus encargos se refirieron sobre todo a recensiones de libros extranjeros para evaluar la pertinencia de su publicación en español. No quiero dejar de contar que, en una de las entretenidas charlas mañaneras con Alberto en algún bareto cercano a la editorial, por la calle López de Hoyos, él me enseñó y convenció de las bondades del grog (agua caliente, ron, azúcar y, "muy importante", clavo) para combatir el catarrazo con que me había presentado aquel día. A los pocos meses me comentó que andaban buscando a un traductor del alemán en el INEF (Instituto Nacional de Educación Física) y que, por lo que él sabía, pagaban muy bien. Aquí me presenté de su parte. Era el año 1972.
Con las puertas del INEF se me abrió un mundo del todo impensado para mí: una institución dedicada a la enseñanza y la investigación en temas deportivos ¡en la España de los futboleros!, al margen de la universidad en todo caso, y con un centro de documentación y biblioteca realmente increíbles, que además pagaba el folio traducido del alemán a precios también increíbles entonces. El INEF era obra de un exjesuita formado en Alemania, José María Cagigal (que moriría en 1983 en el choque en Barajas de un avión de Iberia con otro de Aviaco, cuando se dirigía a Roma a un congreso al que yo le autoricé a asistir), y el centro de documentación, con su biblioteca, lo llevaba un excombatiente de la División Azul y chalado de la Historia, Miguel Piernavieja. Quien había hecho todo aquello fichando a Cagigal había sido el falangista Elola-Olaso, y quien lo había mantenido en su impulso, su sucesor en la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes, también dependiente del Movimiento, Juan Antonio Samaranch. Esta Delegación del Movimiento debió haber sido y era todavía como la niña bonita del régimen: no en vano su primer titular fue el general Moscardó, el del Alcázar.
Sea por lo que fuere, aunque a mí sólo me llegaba lo de los folios bien pagados, en el marco de una administración bastante cutre y de medios escasos el INEF era un islote con visos de abundancia. La misma facilidad con que me ofrecieron un contrato administrativo menos de un año después de iniciar mi colaboración externa con su centro de documentación era para mí una prueba de las pocas barreras legales y presupuestarias con que se topaba. Cuando llegué a este mundo de la administración deportiva el titular de la Delegación Nacional se llamaba Juan Gich. Pero el referente seguía siendo Samaranch, que se había marchado en 1970.
Un día, al principio, me subió hasta el Metro en Moncloa la furgoneta del Instituto, y el conductor, a cuyo lado iba un silente y siempre sonriente conserje, después de hechas las presentaciones y cediendo a mi intencionada acción de sacacorchos, comenzó casi de inmediato a poner ejemplos del despilfarro que allí reinaba "desde Samaranch": empezando por el uso de aquella furgoneta para "llevar los zapatos de los jefes a arreglar" y acabando por el regalo, tras una cena, de una cubertería entera de plata a la "señora de un pez gordo de fuera", que le había gustado (no quedaba claro si la cubertería a la señora o ésta a Samaranch).
Como tantas veces el deporte, aquel mundo del INEF se me antojaba, y todavía lo recuerdo así, como un gran aliviadero de las tensas contradicciones en que vivíamos. Por ejemplo, yo empecé muy pronto a formar parte de la representación española en el Comité Directivo del Deporte del Consejo de Europa y durante años hizo de jefe de delegación un militar, el teniente general Esteban, al que por lo visto le gustaba viajar a Estrasburgo pero que, sencillamente, consideraba superfluo conocer la lengua de los franceses, que "no nos pueden ni ver", ¡y no digamos la de la "pérfida Albión"!, y a quien su parco interés por el resto del mundo se lo había suscitado, según yo alcanzaba a ver, la presidencia de la Federación Española de Deporte Militar y su relación con la correspondiente Federación Internacional.
En el año 1979, en el el Congreso Extraordinario del Psoe nos llegó a la sección de política deportiva, dentro de la ponencia política, una enmienda defendida por mi amigo el catalán Daniel Terradellas en la que se hablaba del apoyo del Psoe al propósito del Ayuntamiento de Barcelona, presidido por Narcís Serra, de solicitar y organizar los Juegos Olímpicos. Aprovechamos para dejar patente en el párrafo de la enmienda las bases de la política socialista en ese proyecto: dar un impulso fuerte a la extensión de la práctica deportiva, potenciar una mejor presencia de España en el deporte mundial y aprovechar la ocasión para un mayor tecnificación del deporte de élite nacional. No estoy seguro, pero por la forma en que luego vi trabajar a Samaranch pienso que esa enmienda fue ya anticipo del trabajo compartido por Samaranch con muchas gente y, entre otros, también conmigo. Él ya estaba en la embajada de Moscú preparando su acceso a la presidencia del COI en el año siguiente, 1980.
Samaranch llegó a la presidencia del COI con el voto en bloque de la URRSS y sus países satélites, de los comités nacionales hispanoamericanos y de los de algunos países emergentes. Desde la presidencia tenía que ganarse el asentimiento de buena parte de los miembros del COI provenientes de los países occidentales y la colaboración de muchos de los ditigentes de federaciones deportivas, sobre todo de las no olímpicas.
A partir de diciembre de 1982 y hasta finales de enero de 1987 fui testigo de excepción, aunque no siempre lo fuera presencial, de la vigilancia y tozudez con que Samaranch estaba presente en cualquier foro internacional donde se discutieran resoluciones de política deportiva, con el objetivo siempre de que figurara en las mismas, cuando era posible, una referencia a un eventual papel del COI y del olimpismo. Y en ese empeño se dirigió con frecuencia a mí, como Director General de Deportes, para sugerirme la conveniencia de introducir párrafos, alusiones o simples menciones en textos que había de acordar la correspondiente asamblea: fuera en sesiones de la Unesco, en París o en Belgrado, o en congresos de órganos de política deportiva, en Cardiff (es la ocasión del encuentro que recoge la foto), o en Malta, o en iniciativas nuevas como la reunión de Ministros de deporte hispanoamericanos (en Madrid), Samaranch no tenía pereza para hacerse presente él y hacer valer al Comité Olímpico que representaba.
La última vez que lo encontré en esta tarea fue en el Congreso de Ciencias del Deporte que se celebró en Oregon antes de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984). Yo había participado ya en el que se celebró en Tbilissi (Georgia) antes de los de Moscú (1980), y en ése no estuvo presente ningún mandatario del Comité Olímpico Internacional; ahora, en el de Oregon, sí. Departí largamente con él en su avión de Oregon a Los Ángeles.
El Samaranch dadivoso que me describió el conductor de la furgoneta del INEF era también el Presidente del COI concienzudo y currante que, con tesón, fue arañando poco a poco la autoridad necesaria para lograr un movimiento olímpico verdaderamente mundial y poderoso y, sin confesarlo en público, unos Juegos Olímpicos para España.