jueves, 19 de junio de 2008

El viaje a la realidad

Era un dia, ya caluroso, del mes de mayo de 1969, van a hacer pronto ¡qué barbaridad! 40 años. Mi amigo Manuel Eugenio tenía un Seita y, con permiso del Hispano, tenía que ir a Madrid a un examen (donde luego le daría la sorpresa de su presencia Mari Carmen, su novia de siempre -y para siempre-, que aprovechó para visitar a sus padres instalados ya en la Capital). Así que con él tomamos el camino hacia el futuro mi también amigo Paco Andrés y yo.
Efectivamente: Manolo tenía claro adónde iba; pero Paco Andrés y yo, aunque íbamos con él también a Madrid y en su coche, sólo sabíamos que buscábamos el futuro. En Madrid nos esperaba como a agua del mes que corría otro buscador de futuro: Eduardo, que era lo que entonces se decía en los pueblos "un marica" desde que nació, al que las ansias de libertad y de ser tal como él era sin tapujos habían llevado al amplio espacio, supuestamente más comprensivo, de la gran urbe. Lo queríamos y lo hemos seguido queriendo, los amigos, de verdad y hemos pasado juntos ratos buenísimos. Hoy es un peluquero de éxito, casi o sin casi capitalista, en mi pueblo.
¿Y yo? Yo viajaba, como queda dicho, en busca de mi futuro o, quizá, de la realidad. Desde que estudié Biblia, como ya indiqué en "La vocación", y más mientras más profundicé en su conocimiento, fui comprendiendo que para el creyente judeo-cristiano no hay más realidad sagrada que el hombre y su mundo. Todo es sagrado o todo es humano, como se quiera. No hay cotos (lugares, personas, tiempos) privilegiados. Y eso llevó a creer en un Dios encarnado: Dios hecho hombre. Siendo eso así ¿qué hacía yo de cura o, en general, qué pintaba el clero? No me resisto a citar a Martín Buber, un filósofo judío alemán del que me ocupo hace unos años:

“En mis años más jóvenes lo ‘religioso’ era para mí lo excepcional. Había horas que habían sido sacadas del curso de las cosas. El tupido manto del día a día tenía agujeros en algunas partes. Fracasaba entonces la consistencia fiable de los fenómenos; la sorpresa que ocurría rompía su ley. La ‘experiencia religiosa’ era la experiencia de una otreidad que no estaba inscrita en el entramado de la vida... Además seguía existiendo, por supuesto, la vida normal con sus negocios, pero en este coto dominaba, fuera del tiempo, sin un después, el arrobamiento, la iluminación, el encantamiento. La propia existencia, por tanto, abarcaba un acá y un allá, y no había entre ellos relación alguna fuera del momento efectivo del salto. Lo inapropiado de esta forma de estar la vida temporal dividida en una parte encaminada a la muerte y otra a la eternidad, a la que uno, en todo caso, no puede dar satisfacción más que ajustándose a su temporalidad, me apareció con claridad en un acontecimiento de la vida diaria, un acontecimiento orientador, de los que dan orientación hablando con los labios cerrados y la mirada inmóvil, como le place hacer al curso normal de las cosas...
A partir de entonces he abandonado yo o me ha abandonado a mí lo ‘religioso’ que no es más que excepción, apartamiento, salirse fuera, éxtasis. No poseo más que el cada día, del que nunca se me saca. Nunca aparece ya el misterio, se ha trasladado o ha puesto su morada aquí donde todo es tal cual es. No conozco otra plenitud que la de cada hora mortal con sus anhelos y responsabilidad. Aunque muy lejos de estar a la altura que ello exige, sé que soy reclamado con derecho y que puedo responder desde la responsabilidad, y sé quién habla y pide respuesta.
Más no sé. Si esto es religión, entonces ella es, sencillamente, todo, el simple todo directamente vivido en su posibilidad de diálogo”.

El año anterior, antes de que comenzara el curso 68-69, planteé al Obispo de Huelva mis reflexiones y mi decisión final de secularizarme. Se echó a llorar, y sólo supo decirme que defendería mi nombre y, en prueba de ello, que podía seguir dando clases de Escritura y Teología el curso siguiente en el Seminario, como yo le había pedido. Ya en Navidades me llamó para decirme que había pensado que era mejor que dejara mis clases; le argumenté sencillamente que con el curso académico a medias adónde iba yo. Lo comprendió. Pero en las vacaciones de Semana Santa ya no me convocó sino que directamente me mandó una nota pidiéndome que acabara mis clases en el Seminario y adelantara los exámenes. Así hice. Y por eso en mayo viajaba... hacia la realidad.
Bajar de lo sacro a la vida tiene una manifestación primera que quien no tuvo que hacer ese viaje no conoce: pasar de ser alguien y con un rol definido en la sociedad, aunque sea, como en mi caso, a los veintidós años, a no ser nadie o a tener que demostrar, como todo dios, quién eres o, por ir a lo práctico, qué sabes hacer.
Llegué a Madrid, aparte de con la compañía de Manolo y Eduardo y rodeado, a distancia, del cariño de mis hermanos y de mucha gente, con algo más de mil pesetas en el bolsillo, el último sueldo que había cobrado como profesor del Seminario. Y siempre recordaré las mañanas tomando café mientras recorría los anuncios de Ya, de Pueblo, de Abc... y luego las llamadas, y la humillación de los interrogatorios:
-"¿Y qué sabe usted hacer?"
-"Pues yo he dado clases"
-"¿Y qué titulación tiene?"
-"Bueno, yo soy licenciado en Teología y en Ciencias Bíblicas. Y también manejo idiomas"
-"¡Qué interesante!..."

Menos mal que amigos de los de verdad, no curas precisamente, atendieron a mi SOS y me mandaban lo suficiente para vivir. Hasta que entrado el verano llegó la solución: el subempleo. En Madrid abundan o abundaban las academias para alumnos con vocación de suspender, que hacen su agosto, nunca mejor dicho, en el mes de agosto y sus aledaños. Pero tenían, como todo negocio de oportunidad, su truco: a los alumnos les cobraban por clases de una hora y a los profesores (suplentes) nos pagaban, según, por clases de cuarenta o cuarenta y cinco minutos, de modo que de ocho a tres, en verdaderos cuchitriles, tuve que dar francés, latín, matemáticas, historia, literatura y lo que fuera, a una media de nueve grupos de muchachos y muchachas, normalmente vecinos del centro de Madrid, que lo mismo se metían mano que se liaban a sillazos entre sí y, en todo caso, coincidían, excepto alguna rara avis, en no importarles un pimiento el empeño de sus padres en que aprobaran.
Era la realidad. Y había que dominarla. Así me fui secularizando, es decir, "haciéndome del siglo". Luego traduje mi primer libro del alemán, apasionante por cierto,
del etnógrafo y especialista en literatura africana Jahn Jahnheinz (Muntu: Las culturas de la negritud. Guadarrma, 1970) y más tarde el segundo, más interesante si cabe, del matemático y físico teórico Pascual Jordan (El hombre de ciencia ante el problema religioso. Guadarrama, 1972). Y luego entré a trabajar fijo en una editorial (donde por cierto conocí a una mujer muy joven y más guapa aún, de la que me enamoré y que es todavía mi mujer), y luego, siempre sin dejar de trabajar, hice en la Complutense la licenciatura civil en Filología Bíblica Trilingüe, y posteriormente los cursos de Biblioteconomía y Documentación para posgraduados que se impartían en la Biblioteca Nacional ... Y más tarde oposiciones... En fin, la vida, cada vez más llena y más interesante: hijos, responsabilidades importantes, nieta... Y ahora disfrutando de la jubilación.
Recuerdo siempre sonriendo para mí que, casi quince años después de mi viaje en el Seita de Manuel Eugenio, asistía en mi pueblo al entierro de una persona muy querida cuando, por detrás de mí, un conocido le comentaba a otro haciendo referencia a mi suerte: "¡Así cualquiera!¡ Te sales un día de cura y al otro te hacen Director General!".
Pues eso: la realidad a la que un día decidí viajar



lunes, 16 de junio de 2008

Los "boxes"

Desde hace unos años acudo a controles médicos al menos cada seis meses. Es una fuente de información de algo más que de mi salud: por ejemplo, de que se multiplican los conciudadanos rumanos o ecuatorianos o de que, en general, la gente se lava, porque casi nadie huele mal.
Es también uno de los termómetros con que adivino los esfuerzos de la Administración (en este caso la sanitaria de Castilla-La Mancha) para atendernos mejor, no siempre de modo certero.
Una de las rutinas de este regular paso mío por la itv sanitaria es la de la obligada extracción de sangre para su análisis. Con tal fin antes te citaban "de las 8 h. a las 10 h." del día tal en tal sitio; si querías aprovechar la mañana, llegabas prontito, por ejemplo a las 8'05, y ya había un montón de gente que había decidido, como tú, aprovechar la mañana, pero antes que tú.
Al fondo de una sala impersonal llena de filas de sillones donde necesariamente molestabas al sentarte a todos los que ya estuvieran sentados en la fila que escogiste, y donde indefectiblemente notabas el más mínimo tic de piernas de los otros y en todo caso los codos invasores de los vecinos, al fondo, digo, y ante el arranque de la escalera que daba al piso superior se sentaba tras una mesa, con cara de pocos amigos (en muestra de incorruptible y de poder) aunque luego amable, un señor con bigote al que te acercabas y te daba un papel con un número: por ejemplo, a las 8'05, el 78, que sacaba de una caja de cartón donde esperaban por orden las papeletas que seguramente él mismo había numerado con rotulador tras dividir un folio en ocho partes. Ya con tu número te ibas al asiento a molestar y ser molestado al sentarte y a leer el periódico que previsoramente habías comprado.
A eso de las 9'10, se ve que, cuando ya el personal sanitario tenía preparado todo lo necesario, las filas cobraban vida y empezaba la gente a levantarse. Cosa muy importante: se había puesto de pie el señor que nos presidía, aunque a nuestro mismo nivel, desde la mesa. Y empezaba: "el uno, el dos, el tres..." y así hasta "... el diez". Los que tenían esos números se arremolinaban al pie de la escalera, y a una señal convenida del responsable que los había convocado subían y volvían a arremolinarse ante una puerta, para pasar de uno en uno o de dos en dos ante los profesionales que recogían el papel del médico y les entregaban a cambio, después de hacer las pertinentes anotaciones, sus tubitos. Así pertrechados esperábamos a que nos llamaran para sentarnos, ya en la siguiente y definitiva estancia, en el sillón de extracción que nos indicaran.
Como la gente de abajo se impacientaba, entre otras cosas porque, según era frecuente oír, "¡... además, todo esto en ayunas!", y también porque de vez en cuando -nadie se quejaba por ello, pero se adivinaba el cabreo- el maestro de ceremonias interrumpía su tarea para decirle a una pareja de monjas recién llegada "Hermanas, pasen ustedes", el hombre, para calmar los ánimos, precipitaba la llamada de los diez siguientes, crecía por tanto el grupo de los arremolinados primero al pie de la escalera y luego en la escalera misma antes de llegar a la primera puerta sacra. Tras ésta la naturaleza misma de las cosas se encargaba de imponer un ritmo que no admitía precipitaciones ni acelerones.
En la lógica del generalizado esfuerzo de modernizacion de nuestras administraciones públicas y en general de España, un día me encontré en el periódico con que la autoridad competente había inaugurado un "nuevo centro de extracciones" del Hospital Virgen de la Salud de Toledo. Mi contento fue indescriptible cuando para la siguiente analítica, que estaba próxima, recibí una citación en la que se me decía que me presentara en tal y cual sitio "a las 08'17".
De mi primer viaje a Alemania allá por el año 1964 me traje, entre otras, dos impresiones que no me cansaba de relatar: una, que los trenes anunciados a las 12'07 salían de la estación o entraban en ella a las 12'07; y otra, que las puertas, dándoles el impulso mínimamente necesario, hacían clic y cerraban perfectamente sin necesidad de tirar del pomo hacia arriba o de ayudarlas con el pie. Bueno, pues cuando leí lo de las 08'17 daba saltos de alegría: "¡Con Bono, aunque él no sepa idiomas, nos vamos acercando ya a Alemania!". Así que esa vez me presenté en el centro de extracciones un poco antes de la hora de cita, pero, por supuesto, sin el periódico.
Al abrir la puerta me encontré una sala transformada, mejor iluminada, limpia, pero abarrotada de gente. Miré dónde estaría el hombre que antes nos hacía fáciles las cosas, y después de preguntar en una cola bastante considerable me informaron del primer cambio: había que coger número en un expendedor automático de esos en que aprietas un botón y por una ranura que no se ve ni se adivina desde arriba sale a una velocidad debidamente desesperante un papel con un número, del que hay que tirar. Dicho expendedor estaba colocado justo en el rincón que formaba a la izquierda la obra de la puerta de entrada, parece que para que no se viera, porque nadie entra en los sitios con el cuerpo vuelto a la izquierda, aunque sea del Psoe, o a la derecha, por más que le tire el PP. De modo que el primer bullicio nuevo se formaba al entrar ¿todos los de las 08'17? en busca del expendedor, ante el que, una vez descubierto, se hacía ahora la primera cola por un doble motivo: uno necesario, la lentitud de la máquina; otro contingente, que muchos usuarios no sabían utilizarla. La experiencia de los días que llevaban abiertas las nuevas instalaciones había aconsejado una solución: junto a la máquina estaba un señor que se encargaba de apretar el botón y darte el número; si tú, por listo, pretendías cogerlo por ti mismo, él se encargaba de que desistieras de tu osadía.
Entonces con tu número -ya el 84 a las 08'17- hay que irse a una cola para llegar a los mostradores donde se hace lo de los tubitos que antes se solucionaba tras la primera puerta sacra del piso de arriba, y te sientas en unas filas de asientos parecidas a las de antes, nada más que más largas, y que ahora miran a los mostradores de los que acabas de llegar. Sobre ellos te llama la atención un luminoso en el que se lee:
Número X Box 1
Número X Box 2
y así hasta el Box (creo que) 6. Esta vez no me acordé de Alemania, sino de mi amigo Jesús Alemán, que se hartaba de reír contando aquello de que se pararon unos turistas ingleses al pasar por Tomelloso y uno le preguntó algo en su lengua a un hombre del pueblo; éste lo miró extrañado y le espetó: "¿Qué te paha en la boooca?"
Cuando vi que estaba a punto de aparecer mi número, el 84, me acerqué a la embocadura de un pasillo que queda en la parte delantera de la sala, ante la que había siempre un grupo de gente de pie. Entonces descubrí de nuevo al hombre que de verdad había mantenido tradicionalmente aquello en orden. Con su bigote y su amable seriedad de siempre, conforme iba saliendo gente apretando el algodón contra el brazo y con cara de alivio, él llamaba:
- "El 84, cabina 5".
A partir de entonces, aunque la cita sea para las 08,09, antes de ir compro el periódico.

jueves, 12 de junio de 2008

Cosas de curas (de Valverde)

Son historias que oí contar, algunas de ellas desde muy pequeño. En cuanto a sus autores, de algunas de las atribuciones respondo; en otras me atengo a lo que me dijeron.
De pequeño conocí siempre en Valverde a un cura mayor, que era el párroco, y a otros dos curas más jovenes, que eran los coadjutores (por ejemplo, D. Jesús y D. Francisco y D. José); y luego había otros dos curas que no eran jóvenes pero tampoco envejecían: tenían siempre la misma edad. Eran curas de Valverde, que vivían en sus casas familiares, confesaban y decían misa en la parroquia, pero no eran ni párroco ni coadjutor. La gente de mi edad conocimos de siempre así a D. Felipe Forcada y a D. Luis Arrayás. D. Felipe tenía fama de hombre culto y tan estudioso como raro y cascarrabias; D. Luisarrayás (se nombraba como si nombre y apellido fueran uno), en cambio, era, por decirlo directa y llanamente, un hombre de campo. Parece que don Luisarrayás hizo una vez un viaje a Tierra Santa, y al volver le preguntaron:
- "¿Qué tal Tierra Santa, don Luis?"
- "Pues ... aquello... ¡pá avena, p'avenilla ná más!", contestó él mientras se rascaba una de sus inmensas orejas.
D. Jesús era un hombre grande al que ni la estatura ni el cuajo de los Mora le permitían prisas ni precipitaciones. Fue a darle la comunión a una vieja ya muy enferma, y cuando ya se iba a despedir, le recomendó con toda su parsimonia:
- "Ea, Josefa; la dejo con el Señor. ¡Ahora le da usté las gracias!".
La vieja entreabrió los ojos y, haciendo un leve gesto con las manos agarradas al embozo, lo tranquilizó con voz quebrada:
- "¡Bueeeno! Se las daré de su parte".
Un valverdeño fue muchos años párroco de Santa Ana de Triana, Sevilla. Se llamaba D. José Arroyo, y contaba que fue a darle los últimos sacramentos a una gitana del barrio, dispuesta a todo menos a morirse. Al llegar el momento de los óleos, cuando se unta con ellos diferentes partes del cuerpo haciendo sobre ellas la señal de la cruz, la vieja lo miraba extrañada. Empezó D. José por la frente, y ya al hacerlo sobre los párpados -lo que obligó a la señora a cerrar los ojos-, ésta saltó con voz aguda y temblona:
-"Eaaa, pá que no veas".
Siguió el cura sobre las orejas, y la vieja:
-"Eaaa, pá que no oigas"
Así sucesivamente, y la enferma cada vez más cabreada. Con mucho cuidado uno de los familiares levantó las ropas de la cama dejando al descubierto los pies. Y nada más tocar D. José la planta de uno de ellos para la última unción, la vieja dio una "cojetá" mientras protestaba:
-"¡Coño, tanto toqueteo!"
Finalmente, de la madre de D. José Arrayás "el Melli" se contaba que, cuando ya su hijo estuvo formado en teología, consideró que podía plantearle el gran enigma que tenía guardado:
- "Mira, José, tú me tienes que explicar a mí lo de la Santísima Trinidad"
- "Pero, mamá, eso es muy complicado; ¿para qué ahora esos líos?"
- "Niño, tú tienes que decirme si la Santísima Trinidad es macho o hembra porque yo no sé si rezarle un padrenuestro o una salve".
A todos ellos los recuerdo como hombres buenos.

lunes, 9 de junio de 2008

Jirones

Puede decirse de cualquier momento de nuestra vida: cada cosa que vivimos es una porción del todo que ella es. Pero "jirón" es también el trozo desgarrado, y el desgarro es tanto la parte de tela que se desprende como el destrozo que deja en el vestido.
Con frecuencia tengo la sensación de jirones que van privándome de trozos de mi vida y haciendo destrozos en mi existencia. Me pasa sobre todo cuando vuelvo a los escenarios de mi niñez y juventud: a los sitios que fueron míos, a mi familia, a mis amigos, a mi tierra.
Acabo de llegar a mi casa en Toledo después de una visita fugaz a Huelva para acompañar en su boda a mi sobrino José Manuel, "El chico". Y vuelvo con esa sensación.
Abrazo a un hermano, y siento el pálpito de una relación entrañable pero siempre incompleta, se me quedan pequeñas las palabras, me resultan triviales los asuntos de que hablamos porque siempre persiste algo agazapado en lo hondo y que es más que lo expresado. Veo de lejos o saludo a un amigo y me asaltan los tramos que esa amistad no recorrió, los silencios con que la distancia y la pereza a veces la han jalonado. Me fijo en aquella cara, y me punza de nuevo el dolor de la primera amistad pronto rota; o aquella otra, y revivo las separaciones y quiebras que la peripecia de cada cual impuso entre nosotros. Contemplo, beso y cruzo alguna frase con los renuevos que la savia familiar ha ido procurando, con generosidad por cierto, y me tengo que rebelar contra la incapacidad de atender al mismo tiempo a todos y cada uno, de hablar largo y tendido, de conocernos, de demostrarnos, ya que no de decirlo, que nos queremos. En fin, jirones: el corazón hecho jirones.
Mientras viajaba de vuelta, me acordaba de la película que había visto el martes pasado: la última obra de Alain Resnais, que en original francés se llama "Coeurs" (corazones) y en español "Asuntos privados en lugares públicos". Historias paralelas de corazones que andan entre la necesidad del encuentro y el imperio de la soledad y la incomunicación.
Pues eso, corazones hechos jirones. Pero vivos.

miércoles, 4 de junio de 2008

Italia

Los años que pasé en Italia (1963-1966) fueron para mí muy decisivos. Entre otras razones, porque allí descubrí lo que era una sociedad organizada en libertad: libertad de expresión, libertad de manifestación, libertad de asociación. Allí supe por propia experiencia que los periódicos no tenían por qué decir todos lo mismo y que la naturaleza de cada uno de ellos no los obligaba a proclamarse "diario independiente", porque lo que de verdad importaba era conocer la dependencia de cada cual.
Fueron los años, en política, de la "apertura a sinistra", con personajes como Aldo Moro, Sandro Pertini, Palmiro Togliatti, Giuseppe Saragat, Enrico Berlinguer, etc.; y, en lo teológico y en el terreno de las ideas en general, los días de buena parte del Concilio Vaticano II. Por un motivo y por el otro, Roma era (fue al menos para mí) cátedra y al mismo tiempo escenario de intercambio de ideas, de experiencia de universalidad, de búsqueda de nuevas vías...
Es fácil comprender, así, la sorpresa que me produce ahora buena parte de la prensa italiana y la vida pública italiana en general. Probablemente no tengamos en nuestro entorno más cercano un ejemplo más claro, y lastimoso, de como los líderes políticos no sólo son sujetos pasivos del voto ciudadano sino también promotores efectivos de comportamientos sociales.
Basta, para creerlo, leer este cartelito que se ha podido leer estos días en el tablón de anuncios de una empresa en el pueblo de Pieve de Soligo (Treviso, en el nordeste italiano), en el que se pregona "la apertura de la temporada de caza, que durará todo el año, de los animales salvajes migratorios como los rumanos, los albaneses, los kosovares, los musulmanes, los talibanes, los afganos, los gitanos y los extracomunitarios en general".
No es extraño que, si un gobierno lidera la criminalización del diferente, en este caso del emigrante, los graciosos de turno inciten a su caza. Tan no es extraño que, en el caso que nos ocupa, sólo se conoce una denuncia oficial: la de la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL).
¡Atentos! porque no hace tanto se consideró bastante normal señalar al diferente odioso con estrellas o brazaletes