domingo, 20 de diciembre de 2009

Auschwitz




"El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y vimos una gran puerta. y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace libres". Así describe Primo Levi la llegada al campo de Auschwitz en su obra "Si esto es un hombre" (Muchnik Editores, 5ª ed. 2001).
Hace unos días, del 4 al 8 de diciembre, he estado en Cracovia con el coro del que formo parte. En el poco tiempo libre de que dispusimos, un grupo nos organizamos para visitar Auschwitz y Birkenau. Para mí, lo confieso, era casi lo único que me interesaba de este pesado viaje, impuesto por un compromiso de intercambio del Conservatorio de Toledo con una Escuela de Música de aquella ciudad polaca.
No tendría sentido alguno que yo pretendiera explicar ahora lo que significa Auschwitz en la vida de los europeos del siglo XX y de la humanidad en general. Tampoco fue una finalidad de esclarecimiento o comprensión la que me llevó a visitarlo. Se trataba, sencillamente, de peregrinar, de sumergirme, de com-padecer en lo posible el horror, el sufrimiento, la miseria humana que cientos de miles padecieron y unos cuantos han podido relatar.
El sitio se presenta al visitante con sobriedad digna: espacios limpios; los barracones, ahora vacíos, han sido aprovechados para ilustrar sobre la vida ¡y la muerte! de aquellos miles, hasta más de un millón, de personas, que compusieron (suele olvidarse) disidentes políticos polacos, gitanos sobre todo húngaros, homosexuales y, final y muy especialmente, judíos, de toda edad y condición. Y así hay espacios o expositores con series de fotos de recién ingresados en el campo de exterminio o con montones de enseres o de prótesis personales o de utensilios de higiene personal o útiles de cocina de los mismos... y abundante información también, gráfica, estadística o de otro tipo, sobre el propio campo y otros parecidos.

Impresiona la actitud seria y respetuosa de los numerosos visitantes. Y a mí personalmente me llamó la atención la grata ausencia de propaganda importuna, muy al contrario de lo que me había sucedido el día antes en la visita a las minas de sal de Wieliczka, donde los mineros, según los guías oficiales, se afanaron desde siempre en demostrar su religiosidad, por supuesto católico-romana, construyendo altares, capillas y hasta una casi catedral en aquellas galerías.
El letrero de hierro forjado por los primeros prisioneros, polacos, con la leyenda en alemán "El trabajo hace libres" (o "libera"; pero no, "nos hace libres" ni "os hará libres") fue robado el pasado día 18, cuando me disponía a escribir esta entrada, y hoy, cuando estoy a punto de cerrarla, veo en el periódico que ha sido recuperado.


miércoles, 16 de diciembre de 2009

Diciembre


Me he sorprendido siendo incapaz de escribir algo en este blog desde hace más de seis meses. Cuando alguien me ha preguntado por qué, he contestado siempre lo mismo: "es que estoy en 'sequera'". En sequía, se entiende, de escritura, que en ocasiones puede no equivaler, sino todo lo contrario, como es el caso, a escasez de sentimientos, vivencias o recuerdos que compartir con quienes uno quiere, sino más bien a la abundancia excesiva o al color inesperado de recuerdos, vivencias o sentimientos al llegar en aluvión o, más simplemente, al hecho cierto de que la renuencia a comunicarse alienta la pereza en la comunicación y te hace ir dejando para mañana, procrastinar, lo que querrías hacer hoy.
Pero desde que empezó el mes de diciembre vengo sintiendo la necesidad de romper este silencio. Y es que para mí este mes es como el paso de un allegro vivace a un largo a veces tristón y en todo caso bastante plano en el concierto de mi vida.
Una mañana del diciembre de aquel año mi hermano Manolito (ahora es Manolo por empeño denodado de Conchita) y yo fuimos a entrar a despedir a mi madre, todavía en la cama, para decirle adiós antes de ir al colegio. No nos dejaron pasar a la "alcoba" porque mamá estaba mala. Luego en el colegio nos recogió alguien y nos llevó a casa de mi tío Diego. A los dos o tres días, no me acuerdo, a eso de media mañana me acercaron a mi casa a mí solo, y allí, en medio de mucho jaleo, nos hicieron entrar a mi hermano Diego, a mi hermana Manolita y a mí, los tres mayores, a decirle adiós a mi madre: de la alcoba quiero recordar que habían desaparecido los muebles, excepto el gran ropero, y en medio del corro de sillas pegadas a las paredes y ocupadas casi todas por mujeres (familiares, vecinas...) estaba colocado el féretro abierto. Al entrar los tres hijos arreciaron llantos, ayes y frases lastimeras que desde fuera de la estancia ya había yo advertido tan persistentes como acallados, susurrantes. Nos arrodillamos ante mi madre que yacía en la caja vestida de monja (con el hábito de Hermana de la Cruz) y con algodones blancos por la zona de la nariz o la boca. Es la fotografía que me ha quedado.
En contra de la advertencia de los médicos pero dispuesta a cumplir con lo que creyó su deber de creyente, mi madre había dado a luz a mi hermano Javier, el séptimo y último de sus hijos y el décimo de sus embarazos. Y se quedó en el empeño. Tenía treinta y ocho años. Dos días después de su muerte yo cumplí los nueve años.
Mis recuerdos de diciembre son una sucesión de emociones y ajetreo que empezaban a primeros del mes y no terminaban hasta el día de los Reyes Magos: para empezar, las Misas del Niño, al alba, con melodías del ciclo navideño; luego, el acarreo de panita, eucalipto, romero, mortiñeras como contribución de los críos al montaje del nacimiento; venía después la ilusión de reabrir las cajas con las figuras guardadas de un año para otro y de conocer las nuevas adquisiciones que mi padre había traído de algún viaje; durante varios días se procedía enseguida al montaje propiamente dicho del belén: mesas y cajones hasta completar una buena plataforma que ocupaba al completo el segundo cuerpo de la casa; corchos para simular los accidentes del terreno; serrín para los secarrales, panita para los prados; el palacio de Herodes, el camino por donde vendrían los reyes, chozos, árboles, muy especialmente el que habría de servir para posarse el ángel y hacer el anuncio a los pastores, apriscos, la panadería, casas blancas; regatos y casi ríos; bombillas de linterna convertidas en luces caseras; y en un otero principal, el portal con sus elementos de rigor... ¡Ah, y el cielo de papel de embalar artísticamente manipulado! Un cuerpo de casa más adentro estaba el piano... y aquí, en el comedor, recuerdo dispuestos, ya al final, los regalos de reyes y, antes, los cantos y el disfrute cuando el Niño Dios había nacido, a los que sucedía el gran festín de los Manueles cada 1 de enero, porque en la casa llevaban ese nombre mi abuela, mi padre, mi hermana y un hermano.
El diciembre del año 48 ya no fue como los anteriores que alcanzo yo a recordar y acabo de describir torpemente. Desde entonces con la onomástica de mi hermano Andrés el 30 de noviembre empiezan cada año celebraciones tintadas de la espera de algo que no llega, que no va a llegar. Y nada llena esta falta debidamente: ni el santo de mi hermano Javier el 3, ni siquiera, ahora, el cumple de mi nieta Leonor el 11, ni el cumple de mi hermano Javier el 12, ni mi cumple el 16, ni la celebración de la noche de Navidad con los hijos... Queda siempre como un hueco imposible de compartir.
Por lo visto no soy el único que vive estas fechas con ese poso de nostalgias. Tal vez suceda que lo que en realidad celebramos los hombres estos días, bajo la capa de belenes, papá noeles o árboles de navidad, no es otra cosa que nuestra necesidad misma de compañía porque , en esta época del año en que no hay nada que sembrar ni que recolectar, el desamparo nos acecha. O lo llevamos dentro.