domingo, 20 de diciembre de 2009

Auschwitz




"El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y vimos una gran puerta. y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace libres". Así describe Primo Levi la llegada al campo de Auschwitz en su obra "Si esto es un hombre" (Muchnik Editores, 5ª ed. 2001).
Hace unos días, del 4 al 8 de diciembre, he estado en Cracovia con el coro del que formo parte. En el poco tiempo libre de que dispusimos, un grupo nos organizamos para visitar Auschwitz y Birkenau. Para mí, lo confieso, era casi lo único que me interesaba de este pesado viaje, impuesto por un compromiso de intercambio del Conservatorio de Toledo con una Escuela de Música de aquella ciudad polaca.
No tendría sentido alguno que yo pretendiera explicar ahora lo que significa Auschwitz en la vida de los europeos del siglo XX y de la humanidad en general. Tampoco fue una finalidad de esclarecimiento o comprensión la que me llevó a visitarlo. Se trataba, sencillamente, de peregrinar, de sumergirme, de com-padecer en lo posible el horror, el sufrimiento, la miseria humana que cientos de miles padecieron y unos cuantos han podido relatar.
El sitio se presenta al visitante con sobriedad digna: espacios limpios; los barracones, ahora vacíos, han sido aprovechados para ilustrar sobre la vida ¡y la muerte! de aquellos miles, hasta más de un millón, de personas, que compusieron (suele olvidarse) disidentes políticos polacos, gitanos sobre todo húngaros, homosexuales y, final y muy especialmente, judíos, de toda edad y condición. Y así hay espacios o expositores con series de fotos de recién ingresados en el campo de exterminio o con montones de enseres o de prótesis personales o de utensilios de higiene personal o útiles de cocina de los mismos... y abundante información también, gráfica, estadística o de otro tipo, sobre el propio campo y otros parecidos.

Impresiona la actitud seria y respetuosa de los numerosos visitantes. Y a mí personalmente me llamó la atención la grata ausencia de propaganda importuna, muy al contrario de lo que me había sucedido el día antes en la visita a las minas de sal de Wieliczka, donde los mineros, según los guías oficiales, se afanaron desde siempre en demostrar su religiosidad, por supuesto católico-romana, construyendo altares, capillas y hasta una casi catedral en aquellas galerías.
El letrero de hierro forjado por los primeros prisioneros, polacos, con la leyenda en alemán "El trabajo hace libres" (o "libera"; pero no, "nos hace libres" ni "os hará libres") fue robado el pasado día 18, cuando me disponía a escribir esta entrada, y hoy, cuando estoy a punto de cerrarla, veo en el periódico que ha sido recuperado.


miércoles, 16 de diciembre de 2009

Diciembre


Me he sorprendido siendo incapaz de escribir algo en este blog desde hace más de seis meses. Cuando alguien me ha preguntado por qué, he contestado siempre lo mismo: "es que estoy en 'sequera'". En sequía, se entiende, de escritura, que en ocasiones puede no equivaler, sino todo lo contrario, como es el caso, a escasez de sentimientos, vivencias o recuerdos que compartir con quienes uno quiere, sino más bien a la abundancia excesiva o al color inesperado de recuerdos, vivencias o sentimientos al llegar en aluvión o, más simplemente, al hecho cierto de que la renuencia a comunicarse alienta la pereza en la comunicación y te hace ir dejando para mañana, procrastinar, lo que querrías hacer hoy.
Pero desde que empezó el mes de diciembre vengo sintiendo la necesidad de romper este silencio. Y es que para mí este mes es como el paso de un allegro vivace a un largo a veces tristón y en todo caso bastante plano en el concierto de mi vida.
Una mañana del diciembre de aquel año mi hermano Manolito (ahora es Manolo por empeño denodado de Conchita) y yo fuimos a entrar a despedir a mi madre, todavía en la cama, para decirle adiós antes de ir al colegio. No nos dejaron pasar a la "alcoba" porque mamá estaba mala. Luego en el colegio nos recogió alguien y nos llevó a casa de mi tío Diego. A los dos o tres días, no me acuerdo, a eso de media mañana me acercaron a mi casa a mí solo, y allí, en medio de mucho jaleo, nos hicieron entrar a mi hermano Diego, a mi hermana Manolita y a mí, los tres mayores, a decirle adiós a mi madre: de la alcoba quiero recordar que habían desaparecido los muebles, excepto el gran ropero, y en medio del corro de sillas pegadas a las paredes y ocupadas casi todas por mujeres (familiares, vecinas...) estaba colocado el féretro abierto. Al entrar los tres hijos arreciaron llantos, ayes y frases lastimeras que desde fuera de la estancia ya había yo advertido tan persistentes como acallados, susurrantes. Nos arrodillamos ante mi madre que yacía en la caja vestida de monja (con el hábito de Hermana de la Cruz) y con algodones blancos por la zona de la nariz o la boca. Es la fotografía que me ha quedado.
En contra de la advertencia de los médicos pero dispuesta a cumplir con lo que creyó su deber de creyente, mi madre había dado a luz a mi hermano Javier, el séptimo y último de sus hijos y el décimo de sus embarazos. Y se quedó en el empeño. Tenía treinta y ocho años. Dos días después de su muerte yo cumplí los nueve años.
Mis recuerdos de diciembre son una sucesión de emociones y ajetreo que empezaban a primeros del mes y no terminaban hasta el día de los Reyes Magos: para empezar, las Misas del Niño, al alba, con melodías del ciclo navideño; luego, el acarreo de panita, eucalipto, romero, mortiñeras como contribución de los críos al montaje del nacimiento; venía después la ilusión de reabrir las cajas con las figuras guardadas de un año para otro y de conocer las nuevas adquisiciones que mi padre había traído de algún viaje; durante varios días se procedía enseguida al montaje propiamente dicho del belén: mesas y cajones hasta completar una buena plataforma que ocupaba al completo el segundo cuerpo de la casa; corchos para simular los accidentes del terreno; serrín para los secarrales, panita para los prados; el palacio de Herodes, el camino por donde vendrían los reyes, chozos, árboles, muy especialmente el que habría de servir para posarse el ángel y hacer el anuncio a los pastores, apriscos, la panadería, casas blancas; regatos y casi ríos; bombillas de linterna convertidas en luces caseras; y en un otero principal, el portal con sus elementos de rigor... ¡Ah, y el cielo de papel de embalar artísticamente manipulado! Un cuerpo de casa más adentro estaba el piano... y aquí, en el comedor, recuerdo dispuestos, ya al final, los regalos de reyes y, antes, los cantos y el disfrute cuando el Niño Dios había nacido, a los que sucedía el gran festín de los Manueles cada 1 de enero, porque en la casa llevaban ese nombre mi abuela, mi padre, mi hermana y un hermano.
El diciembre del año 48 ya no fue como los anteriores que alcanzo yo a recordar y acabo de describir torpemente. Desde entonces con la onomástica de mi hermano Andrés el 30 de noviembre empiezan cada año celebraciones tintadas de la espera de algo que no llega, que no va a llegar. Y nada llena esta falta debidamente: ni el santo de mi hermano Javier el 3, ni siquiera, ahora, el cumple de mi nieta Leonor el 11, ni el cumple de mi hermano Javier el 12, ni mi cumple el 16, ni la celebración de la noche de Navidad con los hijos... Queda siempre como un hueco imposible de compartir.
Por lo visto no soy el único que vive estas fechas con ese poso de nostalgias. Tal vez suceda que lo que en realidad celebramos los hombres estos días, bajo la capa de belenes, papá noeles o árboles de navidad, no es otra cosa que nuestra necesidad misma de compañía porque , en esta época del año en que no hay nada que sembrar ni que recolectar, el desamparo nos acecha. O lo llevamos dentro.



viernes, 22 de mayo de 2009

San Gregorio, andarín





¿Pero cómo llamas a San Gregorio andariego, si se lleva todo el año encerrado en la ermita y sólo sale una vez al año para ir a la iglesia parroquial del pueblo y volver de nuevo a su sitio? Al ver el título, es la primera pregunta que me haría cualquiera de Conquista, que lo tiene por patrón (en la linda y humilde ermita de la última imagen de esta entrada).

Si patrón equivale de modo principal a protector o defensor, quien lleva por nombre “gregorio” parece nacido para serlo, porque se nos presenta como “el vigilante”, que es lo que significa el verbo griego “gregoréo”: estar vigilante, vigilar. Actitud necesaria para cualquier actividad protectora o defensora, y que ya nos hace pensar en una personalidad inquieta.

El San Gregorio patrón de Conquista aparece en los libros como San Gregorio Ostiense: un fraile benedictino, abad del Monasterio de San Cosme y San Damián en Roma, nombrado luego cardenal-obispo titular de Ostia, la ciudad portuaria de Roma a escasos veinticinco kilómetros del centro de la ciudad (de cuyas preciosas ruinas da cuenta la primera imagen), y encargado finalmente de la Biblioteca Vaticana. Hasta aquí, los datos generalmente admitidos, que nos presentan a un Gregorio más bien sedentario.

Aunque no hay noticia histórica cierta al respecto, parece que fue enviado por el Papa como legado ante los reinos de la península Ibérica, y las viejas tradiciones riojanas y navarras lo presentan predicando en estas tierras y haciendo discípulo suyo a Santo Domingo de la Calzada en tiempos del rey García. Por su oración y su vida santa obtuvo la liberación de una durísima plaga de langostas en los campos del Valle del Ebro, quedando aniquilados los terribles insectos y salvadas las cosechas. Se dice que murió en Logroño el 9 de mayo de 1044.

Relata la tradición que antes de morir dispuso Gregorio que sus restos se ataran a una cabalgadura y que, dejando al animal en libertad, se le diera sepultura allí donde la misma cayera por tercera vez y muriese. Esto ocurrió en las cercanías de la actual basílica (que recoge la segunda imagen de arriba), en el Valle de la Berrueza, en el término de Sorlada, donde se dio sepultura al santo. Por eso se lo conoce también como San Gregorio de la Berrueza.

Pasaron los años, y la memoria de los restos quedó en el olvido. Dos obispos, Pedro de Pamplona y Sancho de Bayona, de vuelta de su peregrinación a Compostela, quisieron saber el lugar desconocido en que se hallaba sepultado el cuerpo del santo. En el vecino pueblo de Los Arcos reunieron a los clérigos en una especie de sínodo, y a los tres días descendió un rayo de luz sobre el lugar de enterramiento. Cavaron y se sintió un olor suavísimo que descubrió los sagrados restos; los recogieron y los pusieron en una hermosa caja, donde siempre han sido venerados.

San Gregorio llegó a ser muy ampliamente conocido porque el relicario de su cabeza tiene dos orificios, uno en la parte superior y otro en la inferior, por los que entra y sale el agua después de haber estado en contacto con el cráneo del santo. Dicha agua se recoge y lleva a los pueblos para bendecir los campos contra todo tipo de plagas malignas, usándose también para la bendición de personas enfermas. El 9 de mayo llegan al santuario, en romería, desde numerosos pueblos, para recibir el “agua gregoriana”. Durante siglos la cabeza fue llevada a numerosos pueblos para ser venerada y bendecir los campos con ella. Hoy en día sus salidas están limitadas a unos cuantos valles navarros. Con ocasión de tales salidas muchos pueblos hacían el “voto de San Gregorio”. En 1756, a requerimiento del rey Fernando VI, la cabeza de San Gregorio fue llevada por media España para erradicar las plagas de langostas que asolaban las regiones de Extremadura, Andalucía, el área de Orihuela, Murcia, Teruel y Valencia. Seguramente es en este contexto en el que hay que explicar el patronazgo de San Gregorio en Conquista, como en otros muchos lugares de España.

Afortunadamente, los (a veces demasiado) eficaces medios químicos empleados cada vez más en la lucha contra las plagas del campo a partir de la mitad del siglo XIX permitieron un reposo merecido a santos como San Gregorio.

Pero está claro: si no todo el Santo, su cabeza sí puede considerarse andariega, hasta el punto de que en algunas regiones españolas es común el dicho “Andas más que la cabeza de San Gregorio”.

domingo, 10 de mayo de 2009

La edad, una buena excusa




No me gusta la excusa de la edad: "Yo ya no estoy para esos trotes ; si acaso -dicen refiriéndose a los móviles- sólo para que me llamen". "¿Tú crees que a mi edad voy a ponerme ahora con la interné y su puta madre?", me decía un conocido hace poco, mostrando en el taco su propia desconfianza hacia la excusa que se daba. No; la edad no es una buena excusa, porque cuando algo no puede hacerse ya por los años no hay excusa que valga: no se puede y punto.
Pero Manuela mi mujer (es aquí donde quería yo insertar su foto en El Chorro) es un torrente paradójico: por ejemplo, está disfrutando a tope -y mira que le gusta disfrutar-, y suelta de pronto "Joder, ¡qué poco dura la vida!". Bueno, pues en su afición al disfrute se ha entregado durante unos meses a procurar el encuentro de la gente de su pueblo nacida en el mismo año que ella, es decir en 1949, con la excusa de que, según dicen las matemáticas, este año de 2009 todos ellos ("¡Esto es una mierda; la vida no dura nada!") cumplen los sesenta.
La edad -"¿Pero, Dan, no ves que esta piel de los párpados me tapa ya los ojos?", me insiste casi desde que nos casamos hace treinta y ocho años- ha sido en esta ocasión una certera y bendita excusa.
Conquista, el pueblo donde nació mi mujer y adonde acudí regularmente con mis hijos y acudo ahora a veces ya con mis nietas (aquí es donde yo quería que apareciera la foto de Leonor en el risco), está en un bello paraje -bello a pesar de no ser benigno- del Valle de Los Pedroches, en medio de encinares sin fin. Lo atraviesa el Arroyo Grande (el Arroyo de Pedro Fernández para los cartógrafos) , y a poco más de tres kilómetros pasa el río Guadalmez que separa Andalucía (Córdoba) de Castilla-La Mancha (Ciudad Real). Es blanco y de cielos sorprendentemente estrellados; la amplitud térmica es considerable, de modo que en invierno hace un frío húmedo endemoniado, dulcificado a mediodía por un sol nada timorato, y en verano un calor sólo soportable por el consuelo esperanzado de unas noches siempre fresquitas y hasta frías.
De este pueblo, en el que los niños y las niñas corrían por calles y campos sin controles inesperados y todos vivían al compás de tradiciones incuestionadas, la gente tuvo que irse en pocos años de manera despiadada. Basten estas cifras del Instituto Nacional de Estadística de España: al acabar la Guerra Civil, en 1940, había en Conquista 1.808 habitantes; en el año 1950 eran 2.192 y prácticamente los mismos (2.180) en 1960. Pero en 1970 pasaron a menos de la mitad: 1.063. Y en el último censo, de 2008, aparecen en Conquista tan sólo 479 personas, prácticamente las mismas que en 1991 (489 personas). Con la gente se fueron los pocos servicios que había y, sobre todo, se fue el tren: puesto en funcionamiento para enlazar la minería de Peñarroya-Pueblo Nuevo con la industria energética de Puertollano, se había convertido en medio vital incorporado al latido de las personas de los pueblos intermedios; desapareció al desaparecer o cambiar de naturaleza aquéllas.
No me resisto a hacer un excurso. Desde los primeros gobiernos del Psoe en España he oído hablar y leído insistentemente sobre población subsidiada, voto cautivo, voto agradecido, etc., frecuentemente en referencia sobre todo a Andalucía. Nunca he visto ni oído cuestionar la industria subsidiada de Asturias o del País Vasco o de Cataluña: la siderurgia, la naval, la automovilística, etc., cuyas reconversiones hemos pagado todos de nuestros bolsillos. Pues bien, Conquista (como tantos otros pueblos "subsidiados") contribuyó al desarrollo salvajemente planteado del tardofranquismo con el sufrimiento, que sólo cabría valorar poniendo a cada historia familiar nombres y apellidos, de la mitad de sus hombres y mujeres y niños y niñas. La denostada política de "economía subsidiada" junto con la disponibilidad de mejores servicios básicos (educación, sanidad, comunicaciones) ha permitido, entre otras cosas, que esa sangría parara a partir de los años 80 (609 habitantes en 1981/479 habitantes en 2008).
Bueno, a lo que íbamos: irse de Conquista no significó, ni mucho menos, olvidarla. De modo que Manuela y Moisés Cecilia, al escudarse en la edad para hacer una convocatoria abierta, acertaban de pleno: eran muchos los necesitados de reencontrarse con quienes jugaron, con los primeros amores imaginados, con las voces de su infancia, con las manías de sus maestros o maestras, con los apodos, con los recreos...
Yo, que no soy de Conquista ni del 49 (sino del 39), he sido testigo de las caras de felicidad que imperfectamente recoge la foto del grupo (que yo quería insertar aquí). Estuvimos allí setenta y una personas disfrutando con los conquisteños del 49.
¿Qué unía a los reunidos en la cena del día 8 pasado en El Albergue? Tal vez la mejor forma de contestar a esta pregunta pueda venir de hallar respuesta a la cuestión de por qué no estaban quienes podrían haber estado. Según el censo de 2008 , del quinquenio de edad entre los 55 y 59 años hay en Conquista 37 personas, más otras 24 del quinquenio de edad más joven y 26 del siguiente en edad. En total, 87 personas habitantes del pueblo en la actualidad son las que yo consideraría susceptibles de haberse sentido convocadas por los del 49. Entre pitos y flautas no sería descabellado pensar que hayan sentido la tentación o la mera curiosidad de responder positivamente un 10% de esa cifra, es decir una 7 u 8 personas. La realidad, en cambio, es que de todo ese grupo sólo una persona acudió a la convocatoria. Esta realidad nos señala la razón efectiva de la respuesta a la convocatoria: la ausencia. Los presentes en la cena estaban unidos y ¡paradójicamente! enlazados por la ausencia; los ausentes de ella consideran cosa natural la presencia y, como cosa natural, no necesitada de esfuerzo. Jorge Luis Borges resume tan bella como acertadamente lo que digo con estos versos de su Arte poética:

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca
verde y humilde. El arte es esa Ítaca
de verde eternidad, no de prodigios.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Agustina de Aragón

Para la gente de mi edad la historia de España se encerraba, y quizás todavía se encierre por inercia, en unos cuantos capítulos. Uno de ellos, sin duda, llevaba el título de una película de nuestra infancia, "Agustina de Aragón", que muchos tal vez ampliábamos con la de "El tambor del Bruch". Era el capítulo casi último del heroísmo de los españoles, en este caso contra los franceses. Y, para no olvidarlo, ahí estaban en "El libro de España" de mis primeras lecturas escolares las fotos, luego convertidas en calles y monumentos, de Daoiz y Velarde y de Espoz y Mina.
El miedo al extranjero y muy en especial a los franceses que tenía mi abuela, y del que procuraba advertirnos como era obligado, desapareció con el primer viaje a Francia, por cierto en autostop y en compañía de mi amigo y paisano Juanito Duque, un hombre negado para los idiomas que, ya casi al final de nuestra estancia de diez días en París, se armó de valor y mirándome de reojo rojo como un tomate, abombando todo lo que pudo la boca, espetó a la tendera: "An limón sil vus plet".
Poco a poco los franceses pasaron a ser no digo la envidia pero sí inspiración muy relevante para muchos españoles de mi generación: las publicaciones de Ruedo Ibérico, los curas obreros, Bernanos, Camus, Sartre, el pensamiento europeísta y muchas otras cosas nos fueron llegando de allí. Y con el tiempo fue uno comprendiendo que, aunque se metieran en nuestra península por su interés, la Ilustración nos llegó de su mano y "afrancesados" fue el mote con que el integrismo patrio encasilló y dio por descartados los retos del Siglo de la Luces para nuestra tierra.
Todo esto pensaba anteayer mañana visitando en el Museo de Santa Cruz de Toledo la exposición que, con el título "España 1808-1814. De súbditos a ciudadanos" y bajo el comisariado del amigo Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, analiza con detalle y riqueza documental la sociedad española de finales del siglo XVIII y principios del XIX y el ambiente de ebullición intelectual que vivía la España de la época.
Cuando salí me sorprendí en la calle cabreado porque caí en la cuenta de que a mí ya me forzaron a la "Educación para la ciudadanía" y además sin posibilidad alguna de objeción.

jueves, 5 de febrero de 2009

Mi memoria histórica

Uno de los últimos posts leídos de mi paisano Manolo Cayuela ha sido el aguijón definitivo para hablar de este tema palpitante no sólo por ser objeto frecuente de noticias, comentarios, tertulias radiofónicas, etc., sino sobre todo, en mi caso, porque me acosa e incluso me hiere cada vez más con la edad.
Y es que mi memoria, en el caso de la histórica, es no memoria, ausencia de memoria. "No deberías preocuparte -me diría cualquier amigo-, porque hay muchas cosas cuya memoria desaparece o que desaparecen de nuestros recuerdos".
Pero no. Se me agolpan muchos recuerdos. Me sorprende todavía escuchar al profesor de latín en tercer curso -trece años tenía yo- explicándonos, no sé a cuento de qué, que en el pueblo donde había estado de cura un día la guardia civil llevó a cabo una buena batida contra los "huidos" y, a los que cazó, los paseó por el pueblo terciados sobre burros y mulas, "como hacen en los pueblos con los lobos cuando alguien los mata". Veo todavía a la entrada del cementerio de mi pueblo, cada día de los difuntos, a unas cuantas mujeres de negro que, alguna con su sillita, se apostaban con retratos y velas plantados en el suelo y allí lloraban silenciosas, en un lugar sin tumbas donde "había gente enterrada". Todavía escucho la respuesta que el párroco de mi pueblo dio al hombre que, contratado para pintar la iglesia necesariamente sobre unas escaleras que me resultaban inmensas, le había planteado la conveniencia de un seguro: "Me estás pareciendo un poco rojillo tú", le dijo. Me quedo aún de una pieza intentando digerir la explicación del ilustre cordiamariano profesor de Moral Católica, que en la Universidad Pontificia de Salamanca, al tratar de la "guerra justa", vino a justificar las matanzas de las tropas de Franco en su avance por Extremadura porque -según le explicara un mando militar a uno de sus superiores- "padre, no podemos ir dejando enemigos en la retaguardia". Resuenan en mis oídos todavía los argumentos del clero de Huelva cuando un grupo de desaprensivos propusimos una homilía conjunta recomendando la abstención en el referéndum de los "veinticinco años de paz": "Es que los sacerdotes no deben meterse en política", insistieron...
Venero, en la distancia, a un señor que, siempre con corbata, chaqueta y abrigo, de formas educadas y hasta corteses, estuvo dándonos clase a mi hermano Manolo y a mí en alguna temporada en Los Pinos de Valverde. Sin duda, un maestro represaliado, deduzco ahora.
Y todavía se me hace presente el brillo de los ojos húmedos en el rostro serio de mi enjuto y viejo, querido, compañero del PSOE en Madrid cuando un día me dijo que también "nosotros cometimos muchas tonterías", y me contó que una mañana tempranito tuvo que cumplir, casi un niño, con la orden de matar; bajó la voz hasta quedársele en un susurro y añadió: "Eran seminaristas, y tenían caras de inocentes, esa es la verdad".
Son recuerdos, espaciados en el tiempo, variopintos. Pero siempre me siento como en falta, culpable. Debo haber vivido junto a mucha gente a la que no me fue posible demostrar mi solidaridad, con personas que no pudieron siquiera decirme su secreto. Y me irrita sobremanera que sea ahora, ya con muchos años, cuando por fin me entero de algunos de los sufrimientos que tejieron el oscuro fondo de la España de silencios sobre el que se desarrolló mi juventud.
En Nicaragua he tenido la ocasión de convivir con un ex-gerrillero sandinista, que luego fue jefe de una región militar y finalmente se acogió a los planes de desmovilización del gobierno sandinista. Hoy él y Esperanza, su mujer, son los principales animadores de la sociedad de desarrollo de Solentiname. Aparte de amante de la comida y temeroso del poder de la bebida, Bosco es poeta. Junto a poemas tan bellos y sencillos como éste:

Recordá que la vida no es siquiera
una milésima de segundo en el tiempo.
Pero un beso tuyo basta para detenerlo,

tiene en su antología publicada este otro, inquietante:

Hermano guardia, perdona
que tenga que afilar bien la puntería al dispararte,
pero de nuestros disparos dependen
los hospitales y las escuelas que no tuvimos,
donde jugarán tus hijos con los nuestros.
Sabé que ellos justificarán nuestros disparos,
pero los hechos por vos serán vergüenza de tu generación.

En un rato de charla amistosa le dije que me había impresionado mucho su "poema del guardia". El silencio fue su respuesta