miércoles, 11 de febrero de 2009

Agustina de Aragón

Para la gente de mi edad la historia de España se encerraba, y quizás todavía se encierre por inercia, en unos cuantos capítulos. Uno de ellos, sin duda, llevaba el título de una película de nuestra infancia, "Agustina de Aragón", que muchos tal vez ampliábamos con la de "El tambor del Bruch". Era el capítulo casi último del heroísmo de los españoles, en este caso contra los franceses. Y, para no olvidarlo, ahí estaban en "El libro de España" de mis primeras lecturas escolares las fotos, luego convertidas en calles y monumentos, de Daoiz y Velarde y de Espoz y Mina.
El miedo al extranjero y muy en especial a los franceses que tenía mi abuela, y del que procuraba advertirnos como era obligado, desapareció con el primer viaje a Francia, por cierto en autostop y en compañía de mi amigo y paisano Juanito Duque, un hombre negado para los idiomas que, ya casi al final de nuestra estancia de diez días en París, se armó de valor y mirándome de reojo rojo como un tomate, abombando todo lo que pudo la boca, espetó a la tendera: "An limón sil vus plet".
Poco a poco los franceses pasaron a ser no digo la envidia pero sí inspiración muy relevante para muchos españoles de mi generación: las publicaciones de Ruedo Ibérico, los curas obreros, Bernanos, Camus, Sartre, el pensamiento europeísta y muchas otras cosas nos fueron llegando de allí. Y con el tiempo fue uno comprendiendo que, aunque se metieran en nuestra península por su interés, la Ilustración nos llegó de su mano y "afrancesados" fue el mote con que el integrismo patrio encasilló y dio por descartados los retos del Siglo de la Luces para nuestra tierra.
Todo esto pensaba anteayer mañana visitando en el Museo de Santa Cruz de Toledo la exposición que, con el título "España 1808-1814. De súbditos a ciudadanos" y bajo el comisariado del amigo Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, analiza con detalle y riqueza documental la sociedad española de finales del siglo XVIII y principios del XIX y el ambiente de ebullición intelectual que vivía la España de la época.
Cuando salí me sorprendí en la calle cabreado porque caí en la cuenta de que a mí ya me forzaron a la "Educación para la ciudadanía" y además sin posibilidad alguna de objeción.

jueves, 5 de febrero de 2009

Mi memoria histórica

Uno de los últimos posts leídos de mi paisano Manolo Cayuela ha sido el aguijón definitivo para hablar de este tema palpitante no sólo por ser objeto frecuente de noticias, comentarios, tertulias radiofónicas, etc., sino sobre todo, en mi caso, porque me acosa e incluso me hiere cada vez más con la edad.
Y es que mi memoria, en el caso de la histórica, es no memoria, ausencia de memoria. "No deberías preocuparte -me diría cualquier amigo-, porque hay muchas cosas cuya memoria desaparece o que desaparecen de nuestros recuerdos".
Pero no. Se me agolpan muchos recuerdos. Me sorprende todavía escuchar al profesor de latín en tercer curso -trece años tenía yo- explicándonos, no sé a cuento de qué, que en el pueblo donde había estado de cura un día la guardia civil llevó a cabo una buena batida contra los "huidos" y, a los que cazó, los paseó por el pueblo terciados sobre burros y mulas, "como hacen en los pueblos con los lobos cuando alguien los mata". Veo todavía a la entrada del cementerio de mi pueblo, cada día de los difuntos, a unas cuantas mujeres de negro que, alguna con su sillita, se apostaban con retratos y velas plantados en el suelo y allí lloraban silenciosas, en un lugar sin tumbas donde "había gente enterrada". Todavía escucho la respuesta que el párroco de mi pueblo dio al hombre que, contratado para pintar la iglesia necesariamente sobre unas escaleras que me resultaban inmensas, le había planteado la conveniencia de un seguro: "Me estás pareciendo un poco rojillo tú", le dijo. Me quedo aún de una pieza intentando digerir la explicación del ilustre cordiamariano profesor de Moral Católica, que en la Universidad Pontificia de Salamanca, al tratar de la "guerra justa", vino a justificar las matanzas de las tropas de Franco en su avance por Extremadura porque -según le explicara un mando militar a uno de sus superiores- "padre, no podemos ir dejando enemigos en la retaguardia". Resuenan en mis oídos todavía los argumentos del clero de Huelva cuando un grupo de desaprensivos propusimos una homilía conjunta recomendando la abstención en el referéndum de los "veinticinco años de paz": "Es que los sacerdotes no deben meterse en política", insistieron...
Venero, en la distancia, a un señor que, siempre con corbata, chaqueta y abrigo, de formas educadas y hasta corteses, estuvo dándonos clase a mi hermano Manolo y a mí en alguna temporada en Los Pinos de Valverde. Sin duda, un maestro represaliado, deduzco ahora.
Y todavía se me hace presente el brillo de los ojos húmedos en el rostro serio de mi enjuto y viejo, querido, compañero del PSOE en Madrid cuando un día me dijo que también "nosotros cometimos muchas tonterías", y me contó que una mañana tempranito tuvo que cumplir, casi un niño, con la orden de matar; bajó la voz hasta quedársele en un susurro y añadió: "Eran seminaristas, y tenían caras de inocentes, esa es la verdad".
Son recuerdos, espaciados en el tiempo, variopintos. Pero siempre me siento como en falta, culpable. Debo haber vivido junto a mucha gente a la que no me fue posible demostrar mi solidaridad, con personas que no pudieron siquiera decirme su secreto. Y me irrita sobremanera que sea ahora, ya con muchos años, cuando por fin me entero de algunos de los sufrimientos que tejieron el oscuro fondo de la España de silencios sobre el que se desarrolló mi juventud.
En Nicaragua he tenido la ocasión de convivir con un ex-gerrillero sandinista, que luego fue jefe de una región militar y finalmente se acogió a los planes de desmovilización del gobierno sandinista. Hoy él y Esperanza, su mujer, son los principales animadores de la sociedad de desarrollo de Solentiname. Aparte de amante de la comida y temeroso del poder de la bebida, Bosco es poeta. Junto a poemas tan bellos y sencillos como éste:

Recordá que la vida no es siquiera
una milésima de segundo en el tiempo.
Pero un beso tuyo basta para detenerlo,

tiene en su antología publicada este otro, inquietante:

Hermano guardia, perdona
que tenga que afilar bien la puntería al dispararte,
pero de nuestros disparos dependen
los hospitales y las escuelas que no tuvimos,
donde jugarán tus hijos con los nuestros.
Sabé que ellos justificarán nuestros disparos,
pero los hechos por vos serán vergüenza de tu generación.

En un rato de charla amistosa le dije que me había impresionado mucho su "poema del guardia". El silencio fue su respuesta