domingo, 12 de diciembre de 2010

Mi hermano Chorti

Aparte de los que determinó la naturaleza, ha habido en mi casa dos elementos que se convirtieron en algo así como marchamos de denominación de origen, capaces de discriminar y señalar como auténticos no sólo a hermanos y amigos, sino también a conocidos y, en general, a la gente cercana: uno, el silbido (sol, la, sol, fa, mi, fa, sol, sol en octava baja, todos más o menos del mismo valor) con que mi hermano el mayor (¿catorce años?) avisaba de su presencia (que él procuraba disimular y que mi hermano Manolo y yo vigilábamos por encargo de mi abuela) en las cercanías de la casa de Boza, D. José el médico, padre de la que él quería para novia y, no sé si ya albergaba tal propósito, madre de sus diez hijos. El otro ha sido conocer a mi hermano el pequeño como "el Chorti". Nuestro hermano el Chorti o, directamente, Chorti.
Francisco Javier, por ser el último, fue siempre el pequeño, y así pretendía llamarlo mi hermano Diego, que entonces andaba estudiando inglés, cuando le decía short; de Diego se contagiaron los demás: que si short para arriba, que si short para abajo... hasta que un día mi abuela, por lo visto, protestó: "¿Pero esto qué es? ¡Venga chorti, chorti, chorti... con el el nombre tan bonito que tiene el niño!".
Mi abuela me mantenía al corriente de las novedades de casa con cartas que me llegaban al seminario en Sanlúcar de Barrameda. Siempre había alguna noticia especial sobre "el niño". En una (de las pocas que conservo gracias a mi hermana) fechada el 25-1-1951, escrita en papel pautado con unos horripilantes bordes negros (de luto), mi abuela escribió:
"Todos los de casa te recuerdan mucho en particular Francisco Javier no deja en todo el dia de nombrarte, diciendo nanie se a io a Saunca á estudia pa cua".
Un día, al volver de vacaciones, no me encontré ya con el chico, ni con Francisco Javier, sino con Chorti, con mi hermano el Chorti. Y desde entonces así figura en mi agenda.
Anoche, al dar las 12, el teléfono me avisó: "Cumple Chorti". Y a mediodía lo he llamado para felicitarlo por cumplir sesenta y dos años.

PS (que no significa Partido Socialista, sino post scriptum, después de escrito).
Una tradición oral que se precie desencadena con el tiempo un debate casi inevitable: el de su origen. Quién fue el primero que dijo tal cosa, cómo sucedió lo que se narra, en qué circunstancias acaeció lo contado, etc. El ejemplo más célebre, aunque no suficientemente recordado, es el de los primeros libros de la Biblia y muy singularmente el del Génesis: las discrepancias entre las fuentes de tradición oral que recogen los redactores es tal que no se ponen de acuerdo ni siquiera en cómo se llamaba su Dios, si Yahvé o Elohim o de alguna otra manera, de modo que los estudiosos siguen el venero de cada una de esas fuentes atribuyéndolas al "yahvista" o al "elohista", etc.
Viene esto a cuento porque mi hermano Andrés, que en cuestión de memoria familiar es como un centro de documentación ambulante (amén de poseer un archivo audiovisual respetable), me ha escrito para señalarme ("Siento una vez más ser Pepito Grillo", me dice) que "Chorti no viene de short". Según sus recuerdos ("¡Palabra de Dios!"), habrían sido los hermanos algo mayores que "el chico", o sea él, José Manuel y, más lejos, Manolo quienes, en plan de tonteo e imitando formas de hablar de algunos vecinos o conocidos, comenzaron a llamar a Francisco Javier "chirtitillo" en lugar de "chiquitillo", que es como le decía Cayetano, aquel hombre para todo pero, muy especialmente, cariñoso, que era como de la familia. De "chirtitillo" a "chorti" no había más que un paso, que se encargó de dar mi abuela, según lo que relaté antes. Como yo no estaba...
Sí me reafirma todo esto en una cosa: se trata de tradiciones bien arraigadas. Igual que el silbido de Diego a Ana María se ha convertido en una especie de reclamo inconfundible para cuanto Tranca y adláteres hay por el mundo, el nombre de Chorti es como un pase de acceso al ya bien amplio corro nuestro.

miércoles, 16 de junio de 2010

El restallo

Me contaban de chico que Gilberto el barbero, un hombre descreído, la primera persona de mi pueblo que supe que habían enterrado en el "cementerio de los ingleses" (así llamaban al pequeño cementerio de "los malos" a las afueras del cementerio de verdad), que Gilberto, digo, discutía con su mujer sobre el nombre que iban a ponerle al hijo que estaba a punto de nacer. "Pues mira, si nace para San José le ponemos José; si para San Fernando, Fernando; si para San Antonio, Antoñito..."- "¿Y si nace para el Corpus?". Gilberto se quedó pensando: "Pues si nace en el Corpus, le pondremos Restallo".
El día del Corpus tenía en mi pueblo para los chiquillos de entonces connotaciones que nadie enlazaría con disquisiciones litúrgicas ni teológicas. Dos sobresalían entre las demás: una era estrenar la ropa nueva, o arreglada ("Las blusas le han quedado a los niños como nuevas"), para el ya casi verano; y la otra, el disfrute con los restallos: de los mayores, haciéndolos y enseñando a hacerlos y a restallar con ellos, y de los más pequeños, luciéndolos y aprendiendo.
El suelo de las calles por donde iba a pasar la procesión aparecía aquella mañana tupido de plantas aromáticas y también, sobre todo, de juncias y juncos. Nada más pasar la procesión, y a veces antes, los chiquillos nos abalanzábamos a coger juncias (mejor que los juncos, porque son más flexibles) y con un buen manojo de ellas buscábamos a quien supiera hacer un restallo: se comenzaba atando el manojo por la parte más blanca (la más jugosa) como a unos diez centímetros del inicio del tallo, y se las trenzaba bien prietas, si eran nueve juncias,
por ejemplo, de tres en tres; se ataba el extremo formado por las puntas, y los inicios de los tallos, que habían quedado sueltos, se doblaban hacia afuera formando una empuñadura en torno a la la atadura hecha. Después de unos cuantos estirones aquello estaba listo para restallar, es decir, para hacer el estallido típico de un latigazo, y también para dar latigazos propiamente dichos. Era un disfrute aquel instrumento que en Valverde conocemos por "restallo".
Estos días atrás me he acordado mucho del restallo. Donde ahora vivo, en Toledo,
el Corpus tiene una gran tradición (hasta donde toda tradición puede ser grande) . Y, como sucedía en Valverde, la acompañan costumbres que nadie relacionaría con norma litúrgica o creencia teológica alguna. Las que yo recuerdo de mi pueblo -la del restallo, la de los estrenos de verano, ni ninguna otra, de chicos o de mayores- no salían en los periódicos ni en la radio ni en la televisión (que no existía). Pero las connotaciones del Corpus de Toledo son totalmente distintas de aquéllas de mi infancia y de mi pueblo: se refieren, por ejemplo, al eventual desfile de Isabel Tocino (hablo de casos pasados) o Blas Piñar o el Duque de Cádiz con la Cofradía Internacional de Investigadores o con el Capítulo de Caballeros Mozárabes o con el de los Infanzones de Illescas o con el de Caballeros del Santo Sepulcro, o a qué personalidades van a contemplar el espectáculo desde un balcón de la Delegación del Gobierno, etc. y, además, son sobre todo ellas (junto con la parte de la homilía del arzobispo contra el Gobierno, si es el Psoe el que lo ocupa) el tema preferido, antes o después, de la prensa, la radio y la televisión. Supuestamente, por tanto, es lo que más interesa del Corpus de Toledo a la opinión pública.
Una de esas connotaciones destacables y llamadas "tradicionales" del Corpus toledano es la presencia de los militares de la Academia de Infantería en la procesión y lo que la rodea: con las salvas de honor, vestidos de gala, cubriendo carrera, rindiendo armas y, al final
, desfilando.
Este año
la vanguardia toledana ha agitado las aguas cuanto ha podido en torno a ciertos detalles de esa presencia. Y cuando algo preocupa a la ciudadanía -como demostraría el hecho mismo de que aparezca publicado- el político que se precie debe hacerse eco de ello; si es listo, nunca intentando cambiar, reconducir o poner contrapunto a la opinión publicada, sino, justamente, remachándola, enalteciéndola y, si hiciere falta, cimentándola en bases supuestamente serias. En esta región hay dirigentes políticos de todo tipo, y también, claro está, listos. Así que el Presidente de la Comunidad Autónoma votado por mí, José María Barreda, anunció un par de días antes, para tranquilidad de nuestras conciencias, que había hablado con la Ministra de Defensa y que los militares de la Academia rendirían honores "al Santísimo" con su sable y todo; y el Alcalde de la Ciudad, Emiliano García-Page, votado por mí también, al hacer balance de la fiesta se sintió en la necesidad de tachar al Gobierno de Zapatero (secretario general de su mismo Psoe) de "imprudente" (por crear problemas donde no los hay) y "cambiante" en sus actuaciones.
Es lógico que me haya acordado tanto estos días del descreído barbero valverdeño Gilberto. Porque no quiero ni imaginarme a Barreda o García-Page defendiendo que, a falta de un santo del día, al niño nacido para el Corpus en Toledo hubiera que ponerle de nombre "Sable".

sábado, 12 de junio de 2010

Mi abuela y las ánimas benditas

Mi abuela tenía un despertador enorme, de aquellos niquelados con timbre de repiqueteo imposible de esquivar, que llevaba consigo a todos los sitios de la casa: a la cocina, a vestirse en su cuarto, a arreglarse en el enorme "salón" donde estaban el lavabo y el armario de batalla, la entrada a la despensa y el lugar donde podíamos jugar a lo que fuera sin molestar a los mayores, sobre todo a la hora de la siesta. Siempre llevaba aquel reloj con ella, pero para despertarse tenía otros recursos.
"Niño, me explicaba, lo mejor para despertarse son las ánimas benditas". Yo la miraba, mientras empezaba ya a sentir las cadenas que llevaban a rastras las almas en pena. Y ella seguía: "Pero nunca digas 'ánimas benditas, despertadme a las seis', sino 'ánimas benditas, que mañana me despierte a las seis', porque, si no, ellas vienen y te llaman para despertarte, y se puede pasar mucho miedo con sus ruidos".
La hora para la que ella hacía su encargo no eran las seis sino antes, quiero recordar que las cinco. Cuando me llamaba a mí para que la acompañara a la "misa de alba", ya ella se había lavado y había encendido el anafe y puesto a hervir el puchero con agua para dejar hecho el café (cebada tostada) para el desayuno. Y normalmente llegábamos a la iglesia como mínimo un cuarto de hora o diez minutos antes de la misa, que empezaba a las seis de la mañana.
El reloj de la torre, casi la única iluminación segura en aquellas oscuras noches de invierno, nos confirmaba la puntualidad con que las ánimas cumplían su cometido. Así parecía querer subrayármelo mi abuela cuando nos acercábamos al pie de la torre. Aunque no siempre era así. En más de una ocasión nos extrañó no encontrarnos con nadie en el camino desde casa a la iglesia; cuando llegábamos a ver el reloj de la torre éste marcaba claramente los minutos que tenía que marcar, pero de una hora antes. "¡Qué raro que no se vea a nadie!".- "Abuela, ¡pero si no son ni las cinco!". Las ánimas benditas se habían equivocado, y mi abuela se volvía a casa refunfuñando nunca supe contra quién o qué, porque la culpa no podía ser de las ánimas.
Probablemente las ánimas para mi abuela fueran todas parientas, porque recitaba muchos de sus nombres como algo natural. Empezando por papá Juan y mamá Rosario, sus padres, siguiendo por "mi Daniel" (su marido y abuelo mío, a quien yo no conocí) y acabando por "mi Dolores" (su hija y madre mía). Y para dar fe de la cantidad de influencias que tenía en el otro mundo, relataba a qué edad se puso el primer luto, que seguía siendo el mismo con que la conocíamos; y, con la misma lógica, afirmaba haber encontrado ahí la fuerza para sacar adelante, primero, a sus hermanos, luego a sus hijos, y ahora ya a sus nietos, haciendo todo tipo de trabajos para arrimar el pan a su casa, y sólo se quejaba de haber tenido que aguantar malas palabras una vez que estuvo vendiendo en el mercado.
Se llamaba Manolita, Manolita Valero; y sus hermanos la llamaban "chacha", y venían a verla a casa puede decirse que todas las semanas, aunque algunos de ellos lo hacían prácticamente a diario. Entre todos vigilaban que los "niños" no nos desviáramos. Pero también nos sentíamos queridos.

domingo, 25 de abril de 2010

Samaranch



En un post anterior hice ya referencia a mi vinculación con el deporte y, más en concreto, con la política deportiva española.
No me resisto a relatar el comienzo formal de esa relación, porque sus detalles son ilustrativos de lo difuminado y confuso que fue a veces el tejido de nuestras vidas en el tardofranquismo, por más que hoy se nos antoje de contrastes nítidos entre blancos y negros o, mejor dicho, entre rojos y azules.
Trabajé en una editorial, Círculo de Amigos de la Historia, donde, por razones que no vienen a cuento, repartíamos trabajo a bastante gente del rojerío capacitada para la escritura y necesitada de pelas con que tirar adelante con sus estudios u otros proyectos personales: fue el caso, por poner algunos ejemplos, de Nicolás Sartorius, Santos Juliá o Roberto Mesa. Luego dejé la editorial y me dediqué a mi futuro trabajando en casa, básicamente haciendo traducciones. Me ayudaron entonces algunos de los que yo había ayudado antes.
Fue así como contacté con Alberto Méndez, el que sería autor de "Los girasoles ciegos", libro de relatos que le mereció póstumamente el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Alberto, de izquierdas por familia y por convicción, tenía mando en el área de edición, bajo las órdenes del falangista y luego senador del PP Juan van Halen, en la editorial Doncel, que era la editora oficial de la Delegación Nacional de la Juventud dependiente de la Secretaría General del Movimiento. Sus encargos se refirieron sobre todo a recensiones de libros extranjeros para evaluar la pertinencia de su publicación en español. No quiero dejar de contar que, en una de las entretenidas charlas mañaneras con Alberto en algún bareto cercano a la editorial, por la calle López de Hoyos, él me enseñó y convenció de las bondades del grog (agua caliente, ron, azúcar y, "muy importante", clavo) para combatir el catarrazo con que me había presentado aquel día. A los pocos meses me comentó que andaban buscando a un traductor del alemán en el INEF (Instituto Nacional de Educación Física) y que, por lo que él sabía, pagaban muy bien. Aquí me presenté de su parte. Era el año 1972.
Con las puertas del INEF se me abrió un mundo del todo impensado para mí: una institución dedicada a la enseñanza y la investigación en temas deportivos ¡en la España de los futboleros!, al margen de la universidad en todo caso, y con un centro de documentación y biblioteca realmente increíbles, que además pagaba el folio traducido del alemán a precios también increíbles entonces. El INEF era obra de un exjesuita formado en Alemania, José María Cagigal (que moriría en 1983 en el choque en Barajas de un avión de Iberia con otro de Aviaco, cuando se dirigía a Roma a un congreso al que yo le autoricé a asistir), y el centro de documentación, con su biblioteca, lo llevaba un excombatiente de la División Azul y chalado de la Historia, Miguel Piernavieja. Quien había hecho todo aquello fichando a Cagigal había sido el falangista Elola-Olaso, y quien lo había mantenido en su impulso, su sucesor en la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes, también dependiente del Movimiento, Juan Antonio Samaranch. Esta Delegación del Movimiento debió haber sido y era todavía como la niña bonita del régimen: no en vano su primer titular fue el general Moscardó, el del Alcázar.
Sea por lo que fuere, aunque a mí sólo me llegaba lo de los folios bien pagados, en el marco de una administración bastante cutre y de medios escasos el INEF era un islote con visos de abundancia. La misma facilidad con que me ofrecieron un contrato administrativo menos de un año después de iniciar mi colaboración externa con su centro de documentación era para mí una prueba de las pocas barreras legales y presupuestarias con que se topaba. Cuando llegué a este mundo de la administración deportiva el titular de la Delegación Nacional se llamaba Juan Gich. Pero el referente seguía siendo Samaranch, que se había marchado en 1970.
Un día, al principio, me subió hasta el Metro en Moncloa la furgoneta del Instituto, y el conductor, a cuyo lado iba un silente y siempre sonriente conserje, después de hechas las presentaciones y cediendo a mi intencionada acción de sacacorchos, comenzó casi de inmediato a poner ejemplos del despilfarro que allí reinaba "desde Samaranch": empezando por el uso de aquella furgoneta para "llevar los zapatos de los jefes a arreglar" y acabando por el regalo, tras una cena, de una cubertería entera de plata a la "señora de un pez gordo de fuera", que le había gustado (no quedaba claro si la cubertería a la señora o ésta a Samaranch).
Como tantas veces el deporte, aquel mundo del INEF se me antojaba, y todavía lo recuerdo así, como un gran aliviadero de las tensas contradicciones en que vivíamos. Por ejemplo, yo empecé muy pronto a formar parte de la representación española en el Comité Directivo del Deporte del Consejo de Europa y durante años hizo de jefe de delegación un militar, el teniente general Esteban, al que por lo visto le gustaba viajar a Estrasburgo pero que, sencillamente, consideraba superfluo conocer la lengua de los franceses, que "no nos pueden ni ver", ¡y no digamos la de la "pérfida Albión"!, y a quien su parco interés por el resto del mundo se lo había suscitado, según yo alcanzaba a ver, la presidencia de la Federación Española de Deporte Militar y su relación con la correspondiente Federación Internacional.
En el año 1979, en el el Congreso Extraordinario del Psoe nos llegó a la sección de política deportiva, dentro de la ponencia política, una enmienda defendida por mi amigo el catalán Daniel Terradellas en la que se hablaba del apoyo del Psoe al propósito del Ayuntamiento de Barcelona, presidido por Narcís Serra, de solicitar y organizar los Juegos Olímpicos. Aprovechamos para dejar patente en el párrafo de la enmienda las bases de la política socialista en ese proyecto: dar un impulso fuerte a la extensión de la práctica deportiva, potenciar una mejor presencia de España en el deporte mundial y aprovechar la ocasión para un mayor tecnificación del deporte de élite nacional. No estoy seguro, pero por la forma en que luego vi trabajar a Samaranch pienso que esa enmienda fue ya anticipo del trabajo compartido por Samaranch con muchas gente y, entre otros, también conmigo. Él ya estaba en la embajada de Moscú preparando su acceso a la presidencia del COI en el año siguiente, 1980.
Samaranch llegó a la presidencia del COI con el voto en bloque de la URRSS y sus países satélites, de los comités nacionales hispanoamericanos y de los de algunos países emergentes. Desde la presidencia tenía que ganarse el asentimiento de buena parte de los miembros del COI provenientes de los países occidentales y la colaboración de muchos de los ditigentes de federaciones deportivas, sobre todo de las no olímpicas.
A partir de diciembre de 1982 y hasta finales de enero de 1987 fui testigo de excepción, aunque no siempre lo fuera presencial, de la vigilancia y tozudez con que Samaranch estaba presente en cualquier foro internacional donde se discutieran resoluciones de política deportiva, con el objetivo siempre de que figurara en las mismas, cuando era posible, una referencia a un eventual papel del COI y del olimpismo. Y en ese empeño se dirigió con frecuencia a mí, como Director General de Deportes, para sugerirme la conveniencia de introducir párrafos, alusiones o simples menciones en textos que había de acordar la correspondiente asamblea: fuera en sesiones de la Unesco, en París o en Belgrado, o en congresos de órganos de política deportiva, en Cardiff (es la ocasión del encuentro que recoge la foto), o en Malta, o en iniciativas nuevas como la reunión de Ministros de deporte hispanoamericanos (en Madrid), Samaranch no tenía pereza para hacerse presente él y hacer valer al Comité Olímpico que representaba.
La última vez que lo encontré en esta tarea fue en el Congreso de Ciencias del Deporte que se celebró en Oregon antes de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984). Yo había participado ya en el que se celebró en Tbilissi (Georgia) antes de los de Moscú (1980), y en ése no estuvo presente ningún mandatario del Comité Olímpico Internacional; ahora, en el de Oregon, sí. Departí largamente con él en su avión de Oregon a Los Ángeles.
El Samaranch dadivoso que me describió el conductor de la furgoneta del INEF era también el Presidente del COI concienzudo y currante que, con tesón, fue arañando poco a poco la autoridad necesaria para lograr un movimiento olímpico verdaderamente mundial y poderoso y, sin confesarlo en público, unos Juegos Olímpicos para España.