viernes, 16 de mayo de 2008

El cine

Los primeros recuerdos que tengo del cine tienen que ver con un salón casi, pero no del todo, cuadrado, con filas de bancos sin respaldo que nos permitían a los chiquillos saltar de una a otra y armar la marimorena siempre que lo que sucedía en la pantalla nos interesaba menos que la contienda de pandillas. Curiosamente la algarabía se interrumpía o al menos quedaba mitigada con la luz, cuando las pocas bombillas del local se encendían porque había que cambiar el rollo de película (un par de veces como mínimo) o porque, tras la ralentización de las imágenes y un sonido ronco y cada vez más confuso hasta parecer que se lo tragaba la misma pantalla, aquello se paraba porque la película se había quemado y teníamos que esperar a que la empalmaran.
El salón era nuestro doméstico Cinema Paradiso de Valverde: el "Salón San Fernando", por encima de las Escuelas Vicentinas, frente a la Iglesia. Si no recuerdo mal, tenía una sola entrada: un gran portón de doble hoja con un (no)umbral que daba directamente al salón, y por el que los chiquillos saltábamos ya en carrera para coger los bancos preferidos por cada pandilla. Las películas eran las del Gordo y el Flaco, las de Charlot o las de algún muchachillo vestido de comboy que suscitaba la emoción y los gritos de todos nosotros cuando, al final, podía con los malos; la maldad de éstos se adivinaba a cien leguas, porque bien que tenían caras de malos, y por eso nos empeñábamos entre todos en avisárselo al protagonista cuando nos parecía que iba a caer en la trampa: que no se fiara, que eran malos, que no, que no... ¡Menos mal que al final todo se solucionaba en medio de nuestro entusiasmo!
Con la edad, aparte de desaparecer el Salón San Fernando, el cine cayó en el terreno de lo prohibido por pecaminoso e incluso diabólico: Gilda, Arroz amargo... eran la tentación en persona, y el cardenal Segura y el párroco de turno se encargaban de advertir a las familias los peligros a que se exponían sus hijos, ahora ya, en el Cine de Zarza. Sólo de vez en cuando había sesiones para niños, pero las películas que de verdad nos atraían estaban prohibidas. Las pocas visitas, siempre como a escondidas, a los cines de Sevilla (la tarde en que acababan las vacaciones) tuvieron siempre el atractivo añadido de la transgresión.
En Salamanca, ya con dieciocho años, tuve la suerte de frecuentar uno de los cinefórums pioneros de España. Antes del pase de la película el presentador, bien documentado por lo general y aficionado sin duda, nos ilustraba sobre el director, la temática, la corriente cinematográfica, alguna eventual innovación técnica, etc. y, como colofón, se entablaba una discusión abierta sobre lo visto por todos, que resultaba no ser siempre los mismo. La iniciativa la llevaban adelante quienes luego lanzarían la revista "Film ideal". Y, como fácilmente se supondrá, la discusión frecuentemente derivaba en pretexto para hablar de cuanto el Régimen impedía. Por cierto, no puedo pasar por alto en este momento la iniciativa, cinéfila, cultural y política
a la vez, de mi amigo Manuel Eugenio con el cineclub de Valverde (donde, con ocasión de una malhadada visita mía por motivos médicos, me obligó a hacer de presentador de "El pequeño salvaje" de Truffaut).
Luego no me ha abandonado nunca la afición al cine, que mi mujer no ha hecho más que acrecentar con la suya propia. Por esa afición compartida somos asiduos del cineclub que tiene organizado el Ayuntamiento de Toledo.
Pues bien, el martes pasado le tocó el turno en el ciclo actual a la última película del prolífico Ken Loach, "En un mundo libre" (It's a free world, en su original inglés), que se llevó el premio al mejor guión en el Festival de Venecia de 2007. Todavía
, y es ya viernes, estoy bajo la impresión que me dejó esta obra de realismo crítico de Loach: mientras la mayoría vivimos un mundo de libertad y seguridades, muchos vienen a buscarlo sólo para asegurarse la supervivencia y se encuentran con una rueda de esclavitud de la que no es fácil escapar y que tiene atrapados también a muchos de los componentes del "mundo libre". Todo esto y más es capaz de plasmar (hacerlo plástico) Loach en tan sólo 90 minutos de una historia tan verosímil que uno se siente forzosamente parte de ella. Es el hechizo del cine. Es la virtud del artista. Mi apego al cine ha aumentado otro poco.