Hace unos días, del 4 al 8 de diciembre, he estado en Cracovia con el coro del que formo parte. En el poco tiempo libre de que dispusimos, un grupo nos organizamos para visitar Auschwitz y Birkenau. Para mí, lo confieso, era casi lo único que me interesaba de este pesado viaje, impuesto por un compromiso de intercambio del Conservatorio de Toledo con una Escuela de Música de aquella ciudad polaca.
No tendría sentido alguno que yo pretendiera explicar ahora lo que significa Auschwitz en la vida de los europeos del siglo XX y de la humanidad en general. Tampoco fue una finalidad de esclarecimiento o comprensión la que me llevó a visitarlo. Se trataba, sencillamente, de peregrinar, de sumergirme, de com-padecer en lo posible el horror, el sufrimiento, la miseria humana que cientos de miles padecieron y unos cuantos han podido relatar.
El sitio se presenta al visitante con sobriedad digna: espacios limpios; los barracones, ahora vacíos, han sido aprovechados para ilustrar sobre la vida ¡y la muerte! de aquellos miles, hasta más de un millón, de personas, que compusieron (suele olvidarse) disidentes políticos polacos, gitanos sobre todo húngaros, homosexuales y, final y muy especialmente, judíos, de toda edad y condición. Y así hay espacios o expositores con series de fotos de recién ingresados en el campo de exterminio o con montones de enseres o de prótesis personales o de utensilios de higiene personal o útiles de cocina de los mismos... y abundante información también, gráfica, estadística o de otro tipo, sobre el propio campo y otros parecidos.
Impresiona la actitud seria y respetuosa de los numerosos visitantes. Y a mí personalmente me llamó la atención la grata ausencia de propaganda importuna, muy al contrario de lo que me había sucedido el día antes en la visita a las minas de sal de Wieliczka, donde los mineros, según los guías oficiales, se afanaron desde siempre en demostrar su religiosidad, por supuesto católico-romana, construyendo altares, capillas y hasta una casi catedral en aquellas galerías.
El letrero de hierro forjado por los primeros prisioneros, polacos, con la leyenda en alemán "El trabajo hace libres" (o "libera"; pero no, "nos hace libres" ni "os hará libres") fue robado el pasado día 18, cuando me disponía a escribir esta entrada, y hoy, cuando estoy a punto de cerrarla, veo en el periódico que ha sido recuperado.