sábado, 24 de octubre de 2020

Casado, Reagan y las drogas


 

         El pasado jueves 22 de octubre Casado, aspirante a gallo exclusivo en el gallinero de la derecha, sacó todo tipo de espolones contra el gallito Abascal. Al final de su contrarréplica, como para resumir la desagradecida mala interpretación que éste había hecho del sentido de la formación política de la que viviera quince años, le espetó el siguiente párrafo (www.congreso.es; la transcripción es de mi exclusiva responsabilidad): 

         "A usted, que le gusta Reagan como a mí, acuérdese cuando hablaba que la política ya no son dos vectores, ya no hay derecha e izquierda, hay arriba y abajo. Pero no abajo la lucha del proletariado y arriba las clases que algunos preconizan porque no han aprendido de quedar sepultados en los cascotes cuando cayó el muro de Berlín; no, es el abajo del intervencionismo, del colectivismo, de esa sociedad cerrada, acomplejada, rencorosa, y ese arriba de una sociedad libre, de una sociedad que aspira a ser mayor que el Estado, que aspira a que no le digan lo que tiene que hacer, que aspira a poder avanzar y que ayudando a su familia, levantando la persiana, tirando adelante para pagar a sus trabajadores no se da cuenta que está contribuyendo a su país y también a la Unión Europea y a su Comunidad."

         Me llamó la atención la cita de Reagan.

         En su obra "White rage. The unspoken truth of our racial divide" (Bloomsbury Publishing, 2016) la profesora Carol Anderson recorre la historia norteamericana señalando las escandalosas reacciones que siguieron a los costosos avances de la minoría afroamericana. Entre las últimas, frente a los avances del Movimiento por los Derechos Humanos y la Voting Rights Act de 1965, la conocida como "Guerra de las drogas".

         Me voy a limitar a traducir (prescindiendo del aparato crítico), para quienes lean esto, lo que en la citada obra se dice de la intervención de Reagan y su administración en esta guerra, de modo que podamos entender mejor lo que pregona Casado sobre el "abajo del intervencionismo, del colectivismo, de esa sociedad cerrada, acomplejada, rencorosa, y ese arriba de una sociedad libre, de una sociedad que aspira a ser mayor que el Estado":

         

            "En 1979, después de que una coalición de nicaragüenses moderados y marxistas derrocara al despiadado dictador y durante mucho tiempo aliado de Estados Unidos Anastasio Somoza, llegaron al poder en Managua los comunistas sandinistas. Reagan no lo consideró una revolución interior nacida de unas condiciones intolerables de codicia, tortura y violaciones de los derechos humanos. No; estaba convencido de que los sandinistas no eran más que títeres soviéticos movidos por Moscú para promover la revolución en el patio trasero de América. Por eso se obsesionó con eliminar a los sandinistas.

            Poco después de tomar posesión, Reagan ordenó al director de la CIA William Casey hacer lo que hiciera falta para apoyar a un pequeño grupo de guerrilleros antisandinistas conocidos como Contras, la mayoría de los cuales provenían de la temida y odiada Guardia Nacional de Somoza. El 23 de noviembre de 1981 Reagan emitió una directiva para canalizar a los Contras a través de la CIA 19.3 millones de dólares. Pero no era suficiente, argumentó Enrique Bermúdez, el fundador del grupo guerrillero. Necesitaban mucho más. En diciembre de 1981 "Reagan firmó una orden secreta autorizando la ayuda a la Contra con el objetivo de echar a los sandinistas". El único problema era dónde mandar esos fondos; la orden simplemente indicaba los límites dentro de los que los presupuestos de la CIA y del National Security Council (SNC) podían contribuir a la financiación de la Contra. El Congreso en aquel momento, quemado con la debacle de Vietnam, no estaba como para que jugaran con su bolso.

            Y así, en un encuentro de diciembre de 1981 los líderes de la Contra, a los que Reagan se refirió como el "equivalente moral de los Padres Fundadores", lanzaron la idea de que el tráfico de cocaína en California produciría suficientes beneficios como para armar y entrenar a la guerrilla antisandinista. Con la mayor parte de la red ya creada, el plan era bastante sencillo: estaban los cárteles de Medellín y Cali en Colombia; los aeropuertos y el blanqueo de dinero en Panamá dependían del presidente Manuel Noriega; se sabía la ausencia de vigilancia por radar para que aterrizaran en Costa Rica los primeros depósitos transportados; y en la base aérea de Ilopango, a las afueras de San Salvador, había armas y almacenes de drogas. El problema estaba en la imposición de la legislación estadounidense que protegía los puntos de entrada clave a un mercado lucrativo. Pero con la CIA y el NSC dispuestos ahora a intervenir y mantener bajo control al FBI, al Servicio Aduanero de Estados Unidos y a la DEA (Drug Enforcement Administration), la antes formidable línea defensiva se quedaba en un estorbo poroso. El "equivalente de los Padres Fundadores" de Reagan estaba ahora dispuesto a inundar los Estados Unidos de cocaína.

            Para empezar, los exilados nicaragüenses Oscar Danilo Blandón y Norwin Meneses, cuyo sobrenombre era El Rey de las drogas, montaron sus operativos mayoristas en San Francisco. Pero, aunque tenían ya el producto, no contaban todavía con una red de distribución para trasladar a los mercados minoristas el envío inicial de cocaína. El circuito sólo se cerró cuando conectaron con Rick Ross, un hombre negro analfabeto pero emprendedor que se convirtió en el canal entre los corredores de droga de la Contra y las pandillas Bloods y Crips de Los Ángeles.

            El resultado fue del todo explosivo. De los mayoristas de la Contra salía empaquetada cocaína de primera calidad que, vendida en pequeñas pelotas de crack, alcanzaba un beneficio minorista de más de 230.000$/kilo. Entonces el dinero de la droga y toda la violencia concomitante machacó a una población con un índice de paro de dos dígitos y salarios en disminución real.  La fuerza logística de Bloods y Crips, con un total estimado de más de cincuenta mil pandilleros, fue extendiendo el dolor conforme se establecían franquicias de droga por todo Estados Unidos vendiendo crack en menú de dólares. Pronto el crack estuvo por doquier, debilitando las bases de los barrios negros.

            Mientras la recién creada crisis de las drogas amenazaba la seguridad de millones de afroamericanos, la administración centró sus esfuerzos en facilitar a los rebeldes un mayor acceso a armas compradas con dinero negro. El vicepresidente George H.W. Bush (ex director de la CIA) y su asesor de seguridad nacional Donald Gregg (ex agente de la CIA), trabajaron con William Casey para poner en marcha un programa llamado Black Eagle (águila negra), ideado para burlar al Congreso y proporcionar armas a la Contra. Una vez solidificados los conductos logísticos, quedó claro que Manuel Noriega resultaba esencial para la operación. En una serie de negociaciones top-secret funcionarios estadounidenses pusieron a punto derechos de aterrizaje en aeropuertos panameños para los aviones de Black Eagle con transporte de armas para la Contra y la utilización de compañías panameñas para el blanqueo de dinero.

            Noriega, que contaba ya con una participación en el cártel de Medellín de 400 millones de dólares, se percató de la rentabilidad de este trato con la Casa Blanca y comenzó a desviar al Sur de Estados Unidos aparatos y pilotos de Black Eagle para los vuelos de transporte de droga. La respuesta de la administración Reagan frente a lo que debía haber sido considerado como una afrenta diplomática -especialmente después de que el Presidente fichara a George H.W. Bush para dirigir las actividades contra la droga en el Sur de Florida- fue hablar y meter ruido. Exigió, sencillamente, al presidente panameño destinar un porcentaje de sus beneficios con la droga a la compra de más armas para los Contras.

            De este modo, aunque Reagan presumió ante el público americano de utilizar recursos militares de los Estados Unidos "para bloquear la droga antes de traspasar las fronteras de otros países", la protección de su gente a Noriega y a los traficantes colombianos permitió de hecho, activamente, importaciones de cocaína a Estados Unidos que se dispararon en un 50 por ciento en tres años. Sólo la parte del cártel de Medellín fue de un billón de dólares al año en ventas. La protección de la administración Reagan a los traficantes de droga dio todavía un paso más cuando en 1982 la CIA obtuvo del Departamento de Justicia la aprobación para guardar silencio en cualquier "expediente" clave de la agencia que tuviera que ver con la manipulación, el transporte o la venta de narcóticos.

            Esta red de protección de la Casa Blanca de los principales traficantes de droga actuó a fondo después de que el Congreso, por una serie de enmiendas en 1982 y 1984, cortó todos los fondos para la Contra y prohibió apoyo material y financiero de Estados Unidos para derrocar el gobierno de Nicaragua. Sin inmutarse ante la ley, la administración Reagan, simplemente, puso en marcha fuentes de ingreso alternativas e ilegales que ya tenía previstas: beneficios con droga y venta de armas a Irán. El teniente coronel Oliver North, director adjunto del NSC, procedió a poner en marcha esta operación que, más amplia y más dinámica, pronto reemplazaría a la Black Eagle de Bush."

 

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