miércoles, 8 de octubre de 2008

Amistades particulares

En la película última de José Luis Cuerda, Los girasoles ciegos (que recomiendo vivamente), hay unas secuencias que a más de un espectador habrán causado extrañeza, si no risa: en un patio encajado dentro de un claustro se ve a unos seminaristas que pasean en grupos; éstos van formados en dos filas enfrentadas, cuyos componentes andan los de una hacia delante y los de la otra hacia atrás.
¡Las cosas de Cuerda!, habrá pensado más de uno. No; él, que estuvo unos años en el seminario de Albacete, y yo, como todas las personas que estudiaran en los llamados seminarios conciliares (porque se pusieron en marcha a raíz de la reforma del clero del Concilio de Trento), sabemos que no es una ocurrencia suya, sino una imposición del régimen de esos centros, de los que ha salido el clero que conocemos y a veces padecemos, incluidos, por supuesto, el Papa, Rouco o Cañizares. No es ninguna tontería. Y conocer el intríngulis de esa forma de pasear puede ilustrar sobre los veneros donde beben algunas bocas con pretensiones de palabra infalible.
En esos seminarios no se prohíbe tener amigos; lo que se persigue es el establecimiento de relaciones entre dos. Por eso no se puede visitar a otro compañero en su cuarto como no sea dejando la puerta abierta, o no se permite la relación abierta entre sólo dos. La relación entre dos es siempre sospechosa de mariconeo, de homosexualidad. Hay que pasear, por eso, en grupo y, como ya la fila de cuatro impide que los dos de los extremos se comuniquen (no digamos nada si es más numerosa), son de lógica las dos filas enfrentadas que en sus paseos, para repartir las incomodidades, andan alternativamente para atrás y para delante.
La sexualidad en general, pero, por no haber una presencia física de mujeres, más específicamente la homosexualidad, es en estos centros una obsesión. Los efectos de tales esfuerzos educativos pueden rastrearse en muchos aspectos de nuestras sociedades occidentales, porque, más allá de los seminarios, quienes habían sido así formados extendieron sus lacras por los muchos colegios que han regentado. Baste asomarse al relato, autobiográfico en gran medida, que en su día (1944) lanzó a la fama al francés Roger Peyrefitte, educado él mismo en un colegio de jesuitas: Las amistades particulares (en español, en editorial Egales, Barcelona, 2000), y que en 1964 trasladó al cine Jean Delannoy con el mismo título de Les amitiés particulières.
Yo he de admitir que, a pesar de todo, unos cuantos de mis mejores amigos y además particulares −o sea, uno a uno− son de aquella época en que la amistad estaba prohibida.
Y también algún disgusto: en mis años de Roma trabé amistad de verdad con un polaco. Yo tenía una Vespa con la que callejeaba a las mil maravillas en aquel tráfico infernal. Y muchas veces lo llevé de paquete. Tengo que decir que nunca noté nada extraño más allá de su cariño y amabilidad. No nos hemos vuelto a ver desde aquellos años. Bueno, para ser más exacto, yo sí lo he visto a él: en esta noticia.