jueves, 16 de abril de 2020

Democracia y periodismo

[Nota previa: Llevaba ya unos cuantos días dándole vueltas al tema del título, cuando esta mañana me he desayunado con el cabreo de profesionales de la información españoles porque el CIS (que ahora llaman "de Tezanos") ha publicado en su último barómetro esto: 


La palabra periodismo me evoca, lo primero, un tiempo y un escenario inolvidables: los últimos años cuarenta y los años cincuenta, en la casa grande donde pasamos la niñez completa casi todos mis hermanos y yo, en el número 30 de la Calleja (luego he sabido que "de los Carpinteros"), en Valverde del Camino. Diariamente llamaba al portón, o lo traspasaba directamente, Quintero, el padre de nuestro vecino José Jesús, y dejaba en la mesita de la entrada el periódico del día.

Era el periódico por excelencia en aquellas tierras, el ABC de Sevilla. Tampoco es que eso le asegurara una difusión excesiva; pero sus hojas permitían, aparte de conocer las noticias del día, enterarse a tiempo de defunciones, bodas, bautizos y cosas así. Por añadidura, ya leídas, divididas en cuatro partes, cubrían las necesidades de papel de un váter, al fondo del corral, que visitaban no menos de once culos al día.

El periódico me traslada, luego, a un tiempo y a un lugar muy diferentes: los primeros años sesenta, y Roma. Casi todas las personas que abarrotaban los tranvías camino de sus quehaceres se entretenían con al menos un periódico. Il MessaggeroIl TempoL’Unità… Me llamaba la atención la abundancia de cabeceras y que éstas no presumieran de “diario independiente” sino, al contrario, mostraran sin tapujos, todas ellas, la tendencia político-social que el lector había buscado o no tardaba en descubrir en la línea editorial respectiva. Era la época de la apertura a sinistra de la política italiana, de Aldo Moro, del inmediato posconcilio; para mí, llegado de la España iletrada de Franco, el descubrimiento de la democracia.

Periodismo y democracia, pues. Por eso atrajo mi curiosidad un libro aparecido hace poco en Estados Unidos: Democracy without Journalism? (¿Democracia sin periodismo?), de Victor Pickard, profesor en la Annenberg School for Communication de la Universidad de Pennsylvania. Aunque el autor se centra en la realidad estadounidense, mi sensación cuando lo leo es que habla de Toledo, Madrid o Barcelona, sólo que, en vez de Torras, Juanma Moreno o Casado, salen Trump u otros nombres raros.

 

Datos para la alarma

En la carrera electoral de 2016, que acabó con él en la Casa Blanca, algunas emisoras le regalaron a Trump miles de millones de dólares en publicidad, muchas veces por el simple hecho de permitirle entrar telefónicamente  en programas de gran audiencia. Y los análisis de contenido indican, además, que los principales informativos dedicaron escaso espacio a las posiciones políticas de los candidatos, mientras que fue torrencial la mala información circulante por las redes sociales. 

Merece la pena una visión resumida de qué es lo que falla. Los defectos nucleares del sistema mediático actual son tres:

1) Un excesivo mercantilismo que busca programaciones en las que entretener vale más que informar. Son ilustrativas unas declaraciones del que fue consejero delegado de CBS Leslie Moonves, ahora ya desprestigiado: “[La candidatura de Trump] puede no ser buena para América, pero ¡caray, sí que lo es para CBS!... La máquina de dinero funciona y eso está bien … va a ser un muy buen año para nosotros …  Dale, Donald. Sigue adelante”.

Tan importante o más es todo lo que esta clase de información obvia o deja fuera del campo de visión: la creciente desigualdad de rentas, el racismo institucional, el colapso medioambiental y otros problemas severos agravados por determinadas políticas. Son temas casi irrelevantes para el periodismo.

2) El segundo problema del actual sistema informativo está en la tremenda cantidad de mala información que circula en las plataformas sociales, especialmente en Facebook, de cuya temeraria conducta se adivina una doble causa: la maximización de los ingresos publicitarios y, más en general, la falta de regulación de un poder monopolístico. El encauzamiento del flujo de mala información se confía a algorritmos. 

3) Y el tercer fallo sistémico consiste en un el lento pero seguro colapso estructural del periodismo profesional. Conforme cae el apoyo mercantil a la producción informativa, disminuye el número de periodistas empleados. Desde el año 2000 las salas de redacción de la prensa escrita han perdido más de la mitad de sus empleados.  

Y, sin embargo, los periódicos siguen aportando el grueso de los reportajes originales, haciendo de pesebre informativo de todo el sistema. Cualquier observador profano se da cuenta de que la cobertura informativa de televisión es deudora típicamente de capítulos cubiertos por los periódicos del día. En los noticieros por cable más importantes frecuentemente la rutina del servidor consiste en leer para sus clientes lo esencial de los titulares del último periódico aparecido. Y lo mismo puede decirse de los contenidos informativos de las redes sociales.

En particular, es innegable el aumento de “desiertos informativos”, áreas enteras privadas de cobertura por parte de medios informativos y de posibilidades de información fiable. Esta falta de información y estos déficits informativos perjudican en modo desproporcionado a grupos y áreas específicos, especialmente comunidades de color, zonas rurales y barrios socioeconómicos más bajos.

Tomados en conjunto, estos fallos estructurales en el sistema informativo crean las condiciones ideales para lo que podemos llamar “sociedad de la mala información”: un electorado al que se sirve cada vez más cobertura informativa sensacionalista, golpes de click y periodismo degradado, en lugar de programas informativos sobre hechos y relacionados con la política.

Desde los años 1800 la prensa de EEUU funcionó a la vez como negocio y como bien público: el periodismo servicio público aspira a informar, iluminar, mantener sometido a examen al poderoso y ofrecer un foro de visiones y voces diversas; pero motivos de lucro están llevando a los medios comerciales a entretener, vender publicidad, tener satisfechos a los accionistas y hacer todo el dinero posible.

El texto fundacional de John Milton, la Aeropagitica, inspiró la noción liberal clásica de que la idea mejor salta de modo natural al primer plano cuando se permite airear plenamente visiones y voces diversas. Otra obra seminal, On Liberty de John Stuart Mill, celebraba libertades tales como la libertad de expresión, y avanzó la noción utilitarista de que, si no perjudica a otros,  una mayor libertad de los individuos procura un bien mayor. Escribía él que “no es deseable la unidad de opinión si no es resultado de la más completa y libre comparación de opiniones contrapuestas, y la diversidad no es un mal, sino un bien”. En otras palabras, todas las voces y puntos de vista merecen ser oídos debidamente, no sólo por la libertad de hablar y expresarse, sino también para asegurar que la gente tenga acceso a una información plural. A partir de formulaciones como éstas los pensadores liberales llegaron a defender un ideal de libertad de prensa que alentó la pluralidad de ideas y el debate vivo. Son textos que prefiguraron el motivo “mercado de ideas”, que no cristalizó hasta mucho más tarde. El juez del Tribunal Supremo estadounidense Oliver Wendell Holmes argumentaba en 1919  que “el último bien deseado se alcanza mejor por el libre comercio de ideas, que la mejor prueba de verdad es la capacidad misma de la idea de ser aceptada en medio de la competencia del mercado”. Después la “competencia del mercado” se convirtió en el “mercado de ideas”, expresión que connota un dominio abierto al libre flujo de información y expresión. Pocas metáforas han tenido tanta fuerza a la hora de describir un ideal democrático. Invocar el “mercado” hace la frase más aguda, y también más problemática. Como señala el historiador Sam Lebovic, se dieron “profundas ironías” en el hecho de que este concepto emergiera en el momento justo en que el mercado estaba corrompiendo las instituciones mediáticas haciéndolas más concentradas, basadas en los consumidores y mercantilizadas, y menos receptivas a un mercado de voces y visiones diversas. 

Las contradicciones clásicas del liberalismo saltan a la vista cuando se analizan los ideales normativos subyacentes -y muchas veces no examinados- en los medios informativos. Por ejemplo, el modelo “mercado de ideas” sugiere que el sistema mediático mercantil es una meritocracia en la que la idea mejor consigue la aprobación pública, lo que implica que la competición capitalista es lo que mejor sirve a la comunicación democrática. Al poner el énfasis en el juego limpio y en la igualdad de oportunidades, esta metáfora da por supuesto un campo de juego relativamente neutro que alienta el igualitarismo de forma natural. Pero los constructos liberales, incluida la noción verdadera de “esferas públicas”, con frecuencia tienen puntos ciegos en el caso de las desigualdades estructurales. Así sucede especialmente con las desigualdades nacidas del actual mercado capitalista, que el liberalismo trata con frecuencia como un árbitro neutral. La incapacidad del liberalismo para hacer frente efectivamente a exclusiones estructurales -como el racismo, el clasismo y el sexismo- lo hacen menos compatible con concepciones de justicia redistributiva más radicales. El liberalismo, además, privilegia los derechos de propiedad privada de los individuos por encima de las necesidades colectivas de la sociedad. En política mediática esta priorización ha llevado históricamente a un laissez-faire que trata a los medios como mercancías privadas cuyo valor viene dictado por el mercado. Esta clase de tratamiento no privilegia voces, representaciones y perspectivas plurales, ni garantiza el acceso a los medios a todas las comunidades y grupos sociales. Mientras ve rápidamente en la censura gubernamental un serio problema para la prensa libre, el liberalismo tiende a ignorar omisiones y constreñimientos recurrentes impuestos por la “censura del mercado”. 

La fe indefectible del liberalismo en el mercado como vehículo óptimo de un sistema mediático democrático alimentó una crítica radical desde los años 1800. Dicho con otras palabras: las teorías de prensa liberales se centran sobre todo en proteger a la prensa de la intervención del Estado más que en asegurar que la gente tenga acceso a la prensa. La dicotomía imperfecta entre libertad positiva (para algo) y libertad negativa (frente a o contra algo) pone de manifiesto cómo la preocupación típica de los liberales tradicionales es proteger la libertad individual frente a la tiranía de los gobiernos, mientras que con frecuencia tienen menos que decir sobre la mejora de las libertades positivas, entre las que cabe incluir la de ensanchar de la propiedad de los medios, mayor pluralidad de visiones y voces en los medios informativos, y una ampliación del acceso a sistemas e infraestructuras de comunicación para más miembros de la sociedad, especialmente aquellos grupos que con frecuencia son más marginados. Estas tensiones entre los ideales liberales de lo que la prensa debería hacer en una sociedad democrática y las restricciones estructurales impuestas por el mercado se remontan a los comienzos mismos de la República.

 

domingo, 5 de abril de 2020

Obviaverunt



Esta mañana mi hermano Silio (José Manuel) nos ha saludado en el grupo de whatsapp que tenemos los hermanos cantando desde su encierro el Pueri hebraeorum … He caído en la cuenta de que este domingo comenzaba la Semana Santa.
El Domingo de Ramos se une en mis recuerdos con tres vivencias, y no sabría decir si una de ellas tiene más intensidad que las otras.
La primera: mi hermano Manolito y yo, y supongo que los otros hermanos también, estrenábamos algo. Nos llevamos un año casi justo, y nos vestían iguales.
La segunda, la de los ramos. Pero ésta, doble: la vivencia común de los ramos, y la envidia de las inalcanzables palmas. Porque, en mi pueblo al menos, sólo llevaban palmas la gente muy principal.


La tercera es el canto procesional con el que ha iniciado el día mi hermano José Manuel y que todos entonábamos lo mejor que podíamos diciendo vete a saber qué: Pueri hebraerum portantes ramos olivarum obviaverunt domino…


Siempre me ha llamado la atención este vocablo del latín tardío, obviaverunt, que no recuerdo habérmelo encontrado en otro texto. “Los hijos de los hebreos, llevando ramos de olivos, salieron al encuentro del Señor…”. En el español actual, por cierto, sí me encuentro derivados suyos: el verbo obviar,  con el sentido de “evitar, rehuir, apartar y quitar de en medio obstáculos o inconvenientes” (en la lógica de que lo que a uno le sale al encuentro se le opone, le estorba); y el adjetivo obvio (con su substantivo obviedad), con el significado de evidente, que salta a la vista porque está delante.

jueves, 2 de abril de 2020

Conocimiento, noticia, chisme


Noticia y conocimiento son lo mismo. “¡Anda allá!”, me dirá más de uno, incrédulo, harto de tener que huir muchas veces de las noticias para alcanzar algo de conocimiento.
Pues sí. Nuestros antepasados romanos llamaban al conocer noscere, y a su fruto, es decir a la acción consumada o a lo ya conocido, notum. Conocer, tener conocimiento de algo. A partir de este significado de base, la lengua latina fue haciendo sus florituras: Tácito se refiere a las “res quae a praetoribus noscebantur”, las cosas que eran competencia de los pretores, y Plauto habla de conocer una excusationem para decir que se ha admitido la disculpa, mientras Cicerón se despacha en una de sus invectivas: “Illam partem excusationis nec nosco, nec probo”, aquella parte de la excusa ni la admito ni la apruebo.
Pero los romanos también tuvieron sus abuelitos; entre otros, muy importantes, los griegos. Y de éstos precisamente heredaron lo de noscere. Es muy interesante seguir el rastro, porque guignósco, de cuyo aoristo égnon proviene nuestro latinajo, quiere decir propiamente aprender a conocer, llegando a ser sinónimo de captar la causa de algo (en Platón, por ejemplo). Es lo que exige Aristóteles en su Retórica: gnózi seautón (no seas capullo, aprende a conocerte a ti mismo).
Las palabras son como los árboles: mientras más se alejan de la raíz más abarcan y menos recias se hacen, menos fuerza tienen. Progresivamente este radical aprender a conocer fue incluyendo el simple reconocimiento (de la voz, por ejemplo); pero, con acertada picardía, no abandona su vocación de profundidad y gana la candidatura para significar la relación sexual entre hombre y mujer (siendo él, machistas como eran todavía, el sujeto de la acción).
De notum a notitia no hay más que un paso. Y, efectivamente, por empezar por la indicación última, César no tiene empacho en referirse con la palabra noticia al comercio con mujer; Cicerón, menos castrense, llama notitiae rerum a las ideas que el espíritu se forma de las cosas. Y Ovidio se explaya y canta: virtus notitiam serae posteritatis habet, o sea que “la virtud tiene consigo el conocimiento de la posteridad más lejana”

¿Qué queda de todo esto en nuestros noticieros, en las news de las angloparlantes, en las nouvelles francesas o en las Nachrichten germánicas?
Básicamente una cosa, y sólo una: que, cuando se conoce algo que antes no se conocía, ese algo es nuevo. La novedad. El campo semántico se hizo tan insignificante  que a los ingleses les dio vergüenza y en los siglos XVII y, sobre todo, XVIII explicaban tan tranquilos que su news era un acrónimo formado con las iniciales de North, East, West y South, abarcando así la universalidad de los cuatro puntos cardinales. No me extraña el brexit.

Y quedan los chismes, el chismorreo. Chisme viene del griego sjisma (= escisión), de nuestro “cisma”, que tan malos nos ha hecho imaginar siempre a los ortodoxos orientales. Por eso la RAE dice que, coloquialmente, chisme es “noticia verdadera o falsa, o comentario con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna”.
Ea, y ahora, para conocer el mundo en que vivo (incluido “este gran país que es España”) y sus actuales circunstancias, me pongo ¿a leer los periódicos que todavía salen en papel, o los que sólo son digitales?, ¿a escuchar programas radiofónicos informativos o de opinadores?, ¿a ver TV?, ¿a recorrer con avidez el chismorreo de lo que llamamos redes sociales?

Cualquier cosa, creo yo, siempre que alejarse en exceso de las raíces no derive en un buen porrazo.