jueves, 24 de abril de 2008

El nuevo gobierno de Zapatero

Estuve viendo en TV la presentación que hizo Rodríguez Zapatero de su nuevo gobierno. Me gustó. O, mejor dicho, me gustaron las razones que adujo. Los medios han dado buena cuenta tanto de la noticia como de opiniones de unos y otros al respecto.
A mí lo que más me ha gustado -o lo que más quiero resaltar- de esta iniciativa de Zapatero no tiene que ver tanto con su condición de Presidente del Ejecutivo como con su calidad de Secretario General del Psoe, y se traduce en prescindir en el Consejo de Ministros de Jesús Caldera para encargarlo de la tarea de pensar y articular la política socialista del futuro. Y tampoco me interesa tanto la personalidad del señalado como el hecho de que el dirigente principal del Psoe aleje de las tareas de gobierno a alguien de su máxima confianza para dedicarlo a pensar, formular y plasmar en programas alternativas futuras de gobierno.
La acción de gobierno tiene intrínsecamente al menos dos limitaciones: una se refiere a la necesidad de solucionar los problemas del día a día, y la otra tiene que ver con la exigencia de dar respuesta a demandas ciudadanas en un plazo máximo de cuatro años, la duración de los mandatos establecida en España. La gobernación del día a día apenas deja tiempo para pensar más allá del momento, y el horizonte de cuatro años exige una planificación lo suficientemente meticulosa como para no perder tiempo innecesariamente. Ahora bien ni los hombres individualmente ni la sociedad en la que vivimos y que conformamos ni el tiempo histórico del que aquél y ésta son parte, se reducen a lo urgente ni tampoco se dividen en fracciones cuatrienales. Son un continuo y además en desarrollo.
¿Cómo acercarse a una solución plausible de la tensión entre las decisiones del hoy diario y los requerimientos del desarrollo deseable? Sólo hay una: dejar hueco, en cada momento, para atisbar el futuro, pensarlo e idear pasos para configurarlo de acuerdo con los ideales que nos mueven.
Personalmente viví un tiempo en el Psoe en que las reuniones en las Casas del Pueblo eran ocasión para confrontar entre todos las inquietudes que como ciudadanos entendía cada uno que preocupaban en los ambientes en que cada cada cual se movía; lo mismo se repetía, cada vez con características diferentes, en los niveles provincial, regional y federal o nacional. Había además grupos de adscripción voluntaria dedicados a temas específicos o sectoriales: los llamados "grupos federales", dedicados a diagnosticar específicamente los problemas de un sector determinado e identificar posibles remedios. Viví esta experiencia, en concreto, en el grupo federal de cultura y luego, más específicamente, en el de deporte. Puedo decir que en aquel entonces nadie sabía más que nosotros de las necesidades deportivas de los españoles, de lo que se hacía en esta materia en los países que nos parecían haber dado una respuesta aceptable al problema de las deseables iniciativas sociales y medidas de gobierno para impulsar y favorecer un cambio en beneficio de la mayoría. Cuando llegamos al gobierno en 1982 llevábamos muchísimas cosas pensadas, cotejadas con la opinión pública, cribadas y reducidas a un programa... ¡pero aquello daba -y ya era bastante- como mucho para ocho años! (Yo creo que realmente dio para cuatro).
A los gobiernos les queda poco tiempo para pensar el futuro, e incluso es posible que a muchos de sus responsables les moleste el recuerdo de que el mundo no se acaba con sus mandatos.
Tanto mayor es la satisfacción que sentí al oír a Zapatero la razón por la que había prescindido de Caldera: para que se dedicara a organizar el pensamiento sobre el futuro. Saldremos ganando todos, pero sobre todo mi nieta Leonor y los de su edad. ¡A ver si saben hacerlo!

sábado, 19 de abril de 2008

¡Las vueltas que da la vida! ¡El crucifijo!

El gallinero se ha alborotado estos días, como es normal, porque las ceremonias de toma de posesión de los nuevos cargos, de por sí civiles, se veían presididas por crucifijos y otros símbolos religiosos. El catedrático Julián Casanova publica hoy en El País un ilustrado e ilustrativo artículo sobre los porqués históricos de las relaciones Estado Español-Iglesia Católica plasmadas en ello.
Pero ¡las vueltas que da la vida!, pensaba yo mientras lo leía. La fe judía apareció y se perfiló cada vez más en su entorno cultural, universalmente religioso, como una fe atea, es decir como una creencia "sin dioses". En medio de un mundo donde los dioses tenían cada uno su efigie, su representación (lo que la Biblia llamará "ídolos"), la fe judía se niega a cualquier representación del suyo. Tan sin dioses que el dios en el que los judíos creían no se podía ni nombrar, pero no porque fuera malo nombrarlo sino porque no tenía nombre. Por lo que sabemos, para entenderse de algún modo se sintieron obligados a buscar una forma de referirse a él, y, en una lengua de raíces trilíteras, acudieron a un tetragrama, yhwy (en nuestras lenguas, según las vocales que se le pongan, lo leemos como "yavé" o "yeová"), sobre cuya traducción los expertos dudan: "el que es", "el que sea", "el no importa quién"...
Lo que sí es cierto es que este innombrable tampoco es imaginable, es decir no se puede representar. De modo que ¡caso insólito! la fe judía (y cualquiera derivada de ella) es por definición a-icónica, rechaza la posibilidad de representar mediante iconos al que no puede ni siquiera nombrar.
Pero ¡cosa más insólita aún! esa misma fe judía hace una excepción a ese su ateísmo: en un entorno dominado por la religión elabora su propia mitología de los orígenes y se imagina la creación del mundo siguiendo los días de la semana. Considera que todo va saliendo bastante bien; pero al final se da cuenta de que ¡falta un dios que presida todo aquello! Y entonces atribuye al Creador esta decisión: "Hagamos al hombre como imagen nuestra". Y concluye: "E hizo al hombre como su imagen. Como su imagen lo hizo".
Normalmente nos lo han traducido como "a imagen y semejanza de (Dios)"; pero el texto hebreo es claro: el hombre (constituido en) imagen (la única) de Dios.
Es la única imagen del innombrable que admite la fe judía: el hombre, el ser humano.
Al judío Jesús de Nazaret, por lo que sabemos, nunca se le ocurrió fundar una religión. Es más: los únicos contactos suyos conocidos con el mundo religioso de su entorno fueron tormentosos.
Si me lo imagino de alguna manera, lo veo hoy protestando contra los crucifijos y defendiendo, si acaso, que esas ceremonias las presidiera quien representa la voluntad de los hombres, o sea la Constitución.


martes, 8 de abril de 2008

La vocación

En español, según el DRAE, nos referimos a la vocación para hablar, en primer término, de la "inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión". Me llama la atención que el Diccionario de nuestra lengua haga suyo, como el significado más propio del vocablo, el sentido religioso del mismo. Pero así es, sin duda porque así son las cosas en la cultura de la que los académicos no son más que testigos. Sólo en su tercera acepción, coloquial, se define la vocación como "inclinación a cualquier estado, profesión o carrera". He mirado a ver qué es "vocation" para un inglés, y me sale que con ella se refieren, más llanamente, a "the particular occupation for which you are trained".
De siempre recuerdo haber oído contar en mi familia, especialmente a mi abuela, que, estando mi madre todavía en la cama tras haberme parido, llegaron a visitarla las Hermanas de la Cruz y ella las recibió toda contenta: "Hermana Pureza ¡ha nacido el obispo!". El obispo, aunque no me había dado tiempo, era yo. Nacimos juntos, mi vocación y yo.
Luego todo fue coser y cantar: ni a nadie de los que me rodeaban se le ocurrió nunca mostrarme otros horizontes ni sentí yo jamás la necesidad de descubrirlos. La vocación me acompañó desde siempre y yo la hice mi compañera de buena gana.
Todo encajaba a la perfección: primero, el Colegio de las Salesianas dirigido por Sor Vilches, una monja que siempre se refería a mi madre llamándola "buena o santa"; de este colegio sólo recuerdo haber sido feliz, si dejo aparte algunos cabreos desorbitados de Sor Esperanza, nuestra maestra, que un día le despegó a mi hermano Manolito la oreja por la que estaba levantándolo, o las veces en que se mostraba excesivamente deferente o incluso zalamera con Patricio el del Pavo o con Rafaelín Fleming, no por los méritos de estos compañeros sino por los bienes que a las monjas les podían venir de las familias de ambos. Luego, la visión de mi madre, muerta al nacer mi último hermano, a la que, a punto yo de cumplir los nueve años, entré a despedir con mis hermanos mayores, Diego y Manolita: en el féretro, vestida de Hermana de la Cruz. Después, la Preceptoría, un colegio en el local de las llamadas Escuelas Vicentinas donde uno de los curas de la Parroquia preparaba para entrar en el Seminario, del que se encargaba en aquella época D. José Romero: confesor de mi madre, me imbuyó siempre la idea de que había muerto como una mártir por tener "los hijos que Dios había querido" (diez partos). A continuación el Seminario Menor de Sevilla, que estaba en Sanlúcar de Barrameda, de donde conservo los mejores amigos de mi vida a pesar de estar prohibidas en él "las amistades particulares". Siguió el Seminario Mayor, en Sevilla, en el Palacio de San Telmo, donde me introduje(ron) en una forma de estudiar, la llamada Escolástica, en la que la motivación no es indagar sino directamente aprender "tesis" construidas por otros, siempre para rebatir (apologética) lo que han dicho unos "adversarii" que nunca conoces por sus propias palabras sino por la versión que de sus palabras te ofrece el oponente que los considera equivocados, como demuestra a continuación exponiendo los argumentos, a ser posible en forma de silogismos, que sostienen la tesis por él defendida. En Sevilla, entre los dieciséis y dieciocho años, se me multiplicaron los intereses, los amigos, las inquietudes, las lecturas, pero la vocación siguió incontaminada.
Pasé a estudiar Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca. Me encaminaba al obispado, o así lo entendía mi abuela. Pasar del Seminario de Sevilla a la Universidad de Salamanca con gente de toda España, de Sudamérica, irlandeses, frailes de todo tipo que yo no había visto en mi vida, profesores de toda clase (casi todos, eso sí, ortodoxos y franquistas) fue mucho más estimulante y sugestivo que pasar de Valverde a Sevilla.
Mi vocación me llevó a ser cura a los veintidós años. Me aproximaba al obispado deseado por mi madre. Pero con el curato llegaron los problemas. Un par de "sucedidos" que la memoria, caprichosa y selectiva siempre, no deja de traerme al presente:
El Obispo de Huelva me mandó de cura (curilla, más bien) a un precioso pueblecito de la Sierra de Aracena, donde estuve un curso escolar, de septiembre a junio. Era norma que las cosas de la iglesia no estaban hechas para los varones, que, además, te lo decían claramente. Pero al acercarse la "Pascua florida" la cosa cambió, pareció que a todos los hombres del pueblo y de los pueblos de alrededor les entró una urgencia piadosa incontenible. Los curas vecinos nos tuvimos que echar una mano unos a otros y hacer horas extra para confesar en un par de días a todos, y en una de ésas llegó a mi confesionario la autoridad militar, o sea, el comandante del puesto de la Guardia Civil de un pueblo: "Dígame".- "No; yo es que vengo a confesarme porque así lo manda el Reglamento del Cuerpo".
Al final del dicho curso el Obispo me mostró su deseo de que me fuera a ampliar estudios a Roma. "¿Y qué le gustaría a usted estudiar?".- "Pues yo lo que quiero estudiar es Escrituras, Sagradas Escrituras, Biblia".- "¿Biblia? ¿Y para qué le va a servir eso? ¡Estudie Derecho, hombre!¡Derecho para su carrera! Pero, en fin, usted verá". Me fui a Roma a estudiar Ciencias Bíblicas.
De esta manera, resumida en estos dos "sucedidos", empezamos a alejarnos la vocación y yo. Un alejamiento ya sin remedio. Se interpuso la Biblia. Pero, en fin, éste es otro cantar. Y tal vez otro post.